Si Dios quiere, un día seré vieja y andaré muy poco a poco por la calle. No oiré a la primera cuánto dinero me pide el cajero del supermercado. Me costará encontrar las monedas para pagar. No veré para distinguir dos céntimos de cinco céntimos. Me tendrán que ayudar. En la cola de la caja, alguien se pondrá nervioso y culpará mi vejez de hacerle llegar tarde al lugar donde lo esperan —aunque podía haber salido antes de casa—. Pensará que he tenido toda la semana para ir a comprar. Que voy en sábado para molestar. Sin darse asco, me verá como un estorbo. Es fácil caer en el tópico cuñado del "antes se respetaba a las personas mayores". Es una manera más o menos sutil de dar gato por liebre y decir "respeta lo que dicen, acéptales los marcos morales como si nada se hubiera movido, no discutas que la experiencia es autoridad". Así utilizamos a las personas mayores de excusa para que nada cambie demasiado. Pero no es exactamente eso lo que hemos perdido. De hecho, no sé si lo hemos tenido nunca o si lo hemos recuperado a medias.

Ver a un viejo como un estorbo no va de los tuits que haces ni de cómo los tratas: va de la forma en que tienes de mirártelos

Esta semana fue noticia un tuit en que el autor se quejaba de las personas mayores que acuden a los supermercados en sábado o domingo aunque disponen de toda la semana porque están jubilados. Las miserias ajenas siempre tienen algo de divertido: al soberbio le sirven de espejo de sus virtudes y al humilde de sus miserias. La única diferencia entre esta persona y la forma en que muchos se miran a las personas mayores son que ella lo verbalizó. Cuando digo que no es el respeto por las personas mayores lo que se ha perdido, quiero decir que cualquier persona con los mecanismos del pensamiento un poco en forma entiende que señalar públicamente según qué, hace de pobre de espíritu. Ver a un viejo como un estorbo no va de los tuits que haces ni de cómo los tratas: va de la forma en que tienes de mirártelos cuando no son tus padres ni tus abuelos, el tren está a punto de escaparse porque les cuesta hacer funcionar la máquina de los billetes y, en vez de ofrecerte, subes la música en los auriculares y aprietas los dientes.

En la calle, más que a una persona con muchos años, vemos a un ejercicio de paciencia, a alguien que nos hace hacer un esfuerzo que, perezosamente, preferiríamos no hacer

En las noticias, los viejos son pensiones. En las redes sociales, romantización de la vejez, ramos de flores de nuestra parte y humor de su parte. En Instagram hay una señora de noventa y tres años, la Grandma Droniak, que tiene un millón y medio seguidores. Se dedica a enseñar sus modelitos cuando tiene una cita, a hacer bromas del hecho de que la mayoría de sus amigos están muertos y a reírse de su propia vejez, incluso de su soledad. Grandad Joe, con medio millón de seguidores, hace algo parecido. Simplificando un poco, a veces solo les vemos si nos hacen gastar dinero, si son aesthetic o si hacen el payaso. En el móvil, esto. En la calle, más que a una persona con muchos años, vemos a un ejercicio de paciencia, a alguien que nos hace hacer un esfuerzo que, perezosamente, preferiríamos no hacer.

Tenemos que luchar demasiado contra la falta de compasión cuando nos los miramos para que una persona mayor en el espacio público no nos parezca un lastre

Los reaccionarios tienen la obsesión enfermiza de reivindicar a las personas mayores y convertirlas en héroes. En realidad los quieren utilizar de máquina del tiempo ideológica, de retorno al pasado en nombre de un respeto de boca y basta. Lejos de eso, a menudo me da la impresión de que, más allá del pacto de no despreciar abiertamente a una persona mayor por su vejez y abstraídos en el trasiego de los días de cada día, preferiríamos que no estuvieran. No encontrárnoslos, al menos. Que no saturen las farmacias. Que no hagan cola en el banco. Que no den más conversación al camarero si tenemos poco rato para comer. Que no nos hagan levantar cuando el tren va lleno. Tenemos que luchar demasiado contra la falta de compasión cuando nos los miramos para que una persona mayor en el espacio público no nos parezca un lastre. Incluso cuando lo hacemos —cuando lo hago— tenemos que pensar en las personas mayores que queremos o en el día en que nosotros mismos seremos viejos para apiadarnos de ellos. Quizás no nos molestan ellos, quizás nos molesta su ritmo.