El día que murió Ramon Moix era miércoles y yo todavía no sabía que aquel famoso Terenci de quien todas las portadas y las radios hablaban, en realidad, había nacido llamándose Ramon. Tampoco sabía, entonces, que tras la figura mediática de un autor superventas en castellano había una trayectoria trascendental en catalán de la cual nadie me había hablado demasiado. Seguramente era normal, ya que yo tenía catorce años y mi relación con la literatura hasta aquel momento, sustentada en más de un lustro de militancia activa en la materia, se basaba en abandonar un Vaixell de vapor tras otro y considerar que la única utilidad que tenían aquellos libros aburridísimos era falcar el sofá cuando bailaba. Como nadie me había demostrado aún que con la literatura se podía vibrar igual o más que jugando al Pro Evolution Soccer de la PlayStation 2, pues, la muerte de Terenci Moix me había causado una indiferencia absoluta. Por suerte, eso dejó de ser así aquella misma mañana, cuando la profesora de Catalán nos dijo que había muerto un gran escritor y que aquel día no seguiríamos con el temario de los pronombres tónicos, ya que nos pasaríamos toda la hora leyendo un par de páginas de El dia que va morir Marilyn. En aquel momento, ni ella misma sospechaba que aquella hora de clase descubriría un mundo nuevo a alguno de sus alumnos, ya que aquel día descubrí que en mi lengua se podía escribir de una manera que hasta entonces no había leído nunca.

"Res d'aquesta bogeria no em pertany", decía un fragmento del texto, pero yo entonces no sabía lo que con los años he acabado entendiendo: que de aquella locura me pertenecía todo, igual que también te pertenece a ti y le pertenece a todo el mundo que habla nuestra lengua, ya que el Terenci Moix frívolo que yo había visto entrevistando a Sara Montiel o Marujita Díaz en la tele era también alguien que treinta años atrás había escrito una de las mejores novelas escritas jamás sobre la Barcelona contemporánea. “Les meves paraules venen de tots els cadàvers que vam trepitjar, no són paraules lliures”, se dice en un momento del texto para hablar de aquella Catalunya de posguerra condenada a olvidar el pasado para sobrevivir, pero eso no lo entendí hasta muchos años después de aquel día, cuando también entendí porque las élites culturales del franquismo trabajaron siempre con el fin de que no existiera alta literatura en catalán, sobre todo si giraba entorno la memoria de una ciudad ocupada, ya que la mera existencia de esta literatura evidenciaba la existencia de Catalunya como nación civilizada. No es casual, por lo tanto, que veinte años después de haber muerto, Terenci Moix sea todavía hoy un trofeo de caza que el colonialismo cultural español blanda de apropiarse constantemente, por eso la semana pasada un ridículo artículo escrito en Eldiario.es lo tildaba de autor "más barcelonés que catalán", cuando en realidad el mismo Moix tiene entrevistas en TV3 donde afirma que no conoce demasiado Barcelona más allá de los límites de Ciutat Vella, Sant Antoni y el Eixample.

El secuestro cultural de Terenci Moix, no hay duda, funcionó. Desde Catalunya, muchos le marcaron la cruz cuando en los años ochenta empezó a publicar en castellano y se sumó al carro de los Marsés, Mendozas o Matutes que tan bien han ido para argumentar aquella falacia según la cual existe la literatura catalana en castellano. Quizás por todo eso, de bien jovencito, para mí aquel escritor que salía en Antena 3, vendía libros sobre temas egipcios incluso en las gasolineras y despotricaba de Jordi Pujol no era un escritor de mi literatura, porque me quedaba tan lejano como las Corines Tellados o los Antonio Gala de turno que leía mi abuela en la playa de Coma-ruga. Era mucho más que eso, en realidad, pero nadie se me lo había dicho hasta aquel 2 de abril del 2003 en un aula de los Jesuitas de Casp. Yo no sabía que se podía decir 'petarda' en un libro en mi lengua para hablar con desprecio socarrón de una señora indeseable, por ejemplo. No sabía que se podía describir la iglesia de Sitges diciendo que su fachada tenía "color de pluja recent". Tampoco sabía que en un mismo párrafo podían aparecer términos como 'puta', frases en inglés como 'you fucked bitch', palabras de cuando los catalanes se ponían barretina para vestirse de gala como 'onsevulla', letras de canciones que dicen que "ya viene el negro zumbón, bailando alegre el baión" e imágenes como la "de unos cuerpos que el invierno palidecerá" y que "gandulean masticando las cenizas del verano".

Yo no sabía nada de eso y aquella mañana, para mí, fue como si toda mi lengua, que hasta entonces no era nada más que un conjunto de palabras que servían para comunicarse, se multiplicara por cinco, por diez, por cincuenta o por cien y pasara a convertirse en un arsenal militar de palabras con el cual era posible construir frases, crear imágenes, describir impresiones y erigir mundos que hacían vibrar. Que hablaban con un lenguaje nuevo. Que conectaban la lengua catalana con la civilización urbana, el mundo moderno del cine, la música extranjera, las pasiones carnales que para mi madrina estaban prohibidas y los callejones de Sitges donde había más turistas bebiendo güisqui que marineros de barba blanca carreteando pescado fresco. El chico que había escrito aquello tenía veinte años cuando había redactado las primeras páginas de El dia que va morir Marilyn y el chico que lo leía, junto con otros veintinueve alumnos de una clase de 2.º de ESO, todavía no había conocido la prosa irónica de los cuentos de Pere Calders, el simbolismo de Mercè Rodoreda, la transgresión de Blai Bonet o el catalán literario de Quim Monzó, por eso hoy que hace veinte años de aquel día, ahora que ya tengo treinta y cuatro, valoro todavía más aquella inesperada lección de Catalán, después de la hora del patio y con el papel de plata del desayuno estrujado en el bolsillo, que me descubrió una manera ultramoderna pero barroca de escribir, chapucera pero elegante, poética pero cruda, sensible pero contundente.

En un país donde en los años ochenta todavía había debates sobre si nombrar 'circell del mig' o 'cinturó del mig' a lo que finalmente fue la ronda, un hijo de menestrales nacido en el Raval en plena posguerra había conseguido escribir casi veinte años antes de la restauración de la Generalitat una obra literaria que sacudió la cultureta catalana de una manera necesaria y abismal, atreviéndose a hacer, en catalán, una literatura que hace cincuenta años era mucho más atrevida, sugerente y fascinante que el ochenta por ciento de la literatura que se escribe hoy en día en nuestro país. La mayoría de sus primeros libros como La torre dels vicis capitals u Onades sobre una roca deserta son difíciles de encontrar ahora en cualquier librería, pero El día que va morir Marilyn, además, es también difícil de leer, ya que es exigentísimo. Quizás por eso abundan ejemplares viejos en cualquier Re-Read y seguramente por eso, desgraciadamente, no será ni mucho menos el libro más regalado por Sant Jordi la próxima semana, aunque Edicions 62 hiciera una buenísima reedición hace un año con un prólogo magnífico de Sebastià Portell, tal como se merece una de las mejores novelas catalanas del siglo veinte junto con Vida privada, Incierta gloria, Mirall trencat o Bearn o la sala de nines. En parte, hoy Moix continúa secuestrado en su jaula de autor mainstream en castellano, por eso liberarlo depende de nosotros, los lectores. Si lo hacemos, quizás descubriréis lo mismo que descubrí yo que el día que murió el señor Ramon Moix: que en realidad, para mí ese día nació Terenci Moix, un nombre que no he asociado nunca solo al nombre de un escritor, sino sobretodo al nombre de una manera de escribir.