Si tuviera que elaborar un informe sobre la situación política del país a partir de lo que veo a mi alrededor, escribiría que la mayoría de la gente está demasiado asustada para poder girar redonda. Allá donde voy no necesito rascar muy fuerte para encontrar la desazón y el histrionismo desmoralizado que generan los finales de época. Es difícil que las cosas vayan bien si en las conversaciones, o en los monólogos interiores, todo el mundo cree que todo irá cada vez peor. Una cosa es que tu barco esté condenado a naufragar, y otra cosa es que tú tengas que ahogarte.
Si este clima de desesperación latente tan corrosivo que veo a mi alrededor no tuviera una correspondencia en la representación política, me pensaría que es una proyección mía. Pero los políticos son los primeros que parecen figurantes grotescos y desubicados, actores perdidos en los monólogos desfasados de una comedia sin público ni argumento. Cuando Salvador Illa dice que no habrá "normalidad" en Catalunya hasta que Junqueras y Puigdemont puedan aspirar de nuevo a ser elegidos presidents de la Generalitat, me parece que estoy viendo un filme de Paolo Sorrentino sobre Nápoles o leyendo una escena humorística del Pickwick de Charles Dickens.
Todavía no hace ni un par de años, Sílvia Orriols era presentada como una fascista iluminada, y ahora todo el mundo se alimenta de su discurso —y de su fuerza— sin quererlo reconocer. Incluso Iván Redondo ha escrito que el PP tendría que dejar volver al presidente Puigdemont para poder hacer políticas restrictivas en inmigración sin lucir el monigote de papel que le ha colgado el exilio catalán. El abróchense los cinturones es fenomenal porque hace años que casi nadie dice lo que piensa, ni piensa nada a largo plazo. El mismo Illa, que no sería presidente sin el artículo 155, lidera un partido que solo cinco años antes del 1 de octubre era favorable a la celebración de un referéndum.
Viviremos durante una buena temporada en un mundo sin reglas donde se normalizará la violencia
Me parece que la discusión de fondo que arrastramos desde 2017 es si los catalanes podemos formar parte o no de la estructura del poder hispánico, y si se nos puede borrar del mapa, en caso de que quedemos fuera. Si los castellanos llegan a la conclusión de que pueden prescindir de nosotros, lo que está pasando en Gaza tendrá un impacto más fuerte de lo que ahora nos podemos imaginar, en nuestras vidas. Antes, sin embargo, el ejemplo de Gaza afectará a los barrios del mundo europeo que han quedado fuera del control de la policía. Un día los franceses o los suecos, que siempre han sido los pioneros de la orden en el continente, dirán basta y Trump parecerá la hermanita de la caridad a su lado.
Como en todas las épocas de transición, el país correrá cada vez más el peligro de acabar crucificado entre dos ladrones. Si Orriols llega a los 15 diputados, el Parlament será ingobernable y, sin la palanca catalana, el bipartidismo español acabará de colapsar. El impacto de Orriols dependerá del estado de ánimo de sus votantes, y de la capacidad que tengan de aprovechar de manera creativa las dinámicas de destrucción que están en marcha. Como le pasa a Nigel Farage en Gran Bretaña, la mayoría del país hace tiempo que está de acuerdo con Orriols. El problema es que toda la estructura del poder (económica, burocrática e intelectual) está pensada para ir, ni que sea por inercia, en la dirección contraria.
La globalización ha sido la sacudida más profunda que Europa ha sufrido desde el descubrimiento de América. Como pasó en 1492, de entrada solo pensamos en la brillantez del oro y la emoción de la aventura, y no ha sido hasta años más tarde que hemos empezado a sufrir la ampliación repentina del campo de batalla. Cada vez se ve más claro que el exceso de inmigración favorece la transferencia de riqueza del contribuyente medio hacia las oligarquías. El pacifismo, que se había convertido en un negocio, ya no es tan rentable como la guerra. Estábamos acostumbrados a utilizar la banalidad para contener los conflictos y, ahora que la bola se ha hecho demasiado grande, ya no sabemos cómo creer de forma serena ni en nosotros ni en los otros.
Lo que distingue a Orriols del resto de políticos catalanes es que parece dispuesta a defender la existencia de su nación en una época en la que todos los países tendrán que luchar, más o menos, por preservarla. Los intentos de equiparar a VOX con Aliança solo remarcarán la herencia antidemocrática de la derecha española y la cobardía de los partidos que traficaron a favor o en contra del referéndum, en el momento en el que se tenía que hacer. Parece que viviremos durante una buena temporada en un mundo sin reglas donde se normalizará la violencia y la voluntad de fulminar al adversario. La sabiduría con la que sepamos aprovechar el agujero que Orriols ha abierto en el sistema oligárquico y político del país será decisivo en muchos aspectos.