Esta idea repetida directa o indirectamente como una gota china durante once días por los medios de comunicación del mundo —aunque alguno habrá que lo haya hecho mejor— de que todos y todas hemos perdido una gran cosa, es decir, a Isabel II, me ha tocado bastante las narices. De hecho, ¡estoy más que harta! Si las colas tienen gancho informativo, poned las de las estaciones de Renfe Rodalies con la misma insistencia e intensidad, y así quizás algo se hubiera arreglado en este país.

Isabel II no era mi reina, y no lo digo porque no sea de Gran Bretaña —o, en su defecto, viva ahí— o de cualquiera de sus colonias formales e informales, sino porque yo no tengo —excepto las imposiciones al uso que me toca soportar— reinas ni reyes. No estoy de acuerdo con que sus privilegios se mantengan en la actualidad —y aquí incluyo a todas las familias reales y a todos sus miembros— y estoy sorprendida por el vasallaje que una parte de la ciudadanía sigue profesándoles, más todavía cuando este va más allá de lo que la ley nos obliga.

Ver las largas colas de personas haciendo horas y horas de espera para saludar a una caja de madera es la mejor imagen del nivel de alienación que sufrimos como sociedad

Cierto es que cada uno puede escoger a quien adorar o venerar, sólo faltaría, pero no entender a estas alturas que sus buenaventuras —las de la realeza— están directamente relacionadas con nuestras miserias —es decir, las del resto de la ciudadanía—, quiere decir que somos unas y unos grandes analfabetos funcionales; cuando menos, con respecto a cómo funciona el mundo en el que vivimos.

Ver las largas colas de personas haciendo horas y horas de espera para saludar a una caja de madera es la mejor imagen del nivel de alienación que sufrimos como sociedad. Se puede disfrazar de lo que se quiera, "de acontecimiento del año", "de icono universal", "de gracias por lo que has hecho por nosotros", pero es en todos los casos, de forma intencionada o inconsciente, un acto para rendir pleitesía a la realeza y al orden social medieval que representan.

Ciertamente, nos ponen muy difícil no ya llegar al siglo XXI, sino salir de esta oscuridad de la edad media ante una producción tan esmerada y un lavado de cerebro colectivo de estas proporciones. Es muy difícil luchar contra tantas horas de tele, de radio, de prensa haciendo el anuncio —que encima no pagan ellos, que tienen fortunas inmensas— de las bondades del producto. Y no es que niegue la importancia de su figura, pero no hay nada mejor para agrandarla que el montaje que se ha llevado a cabo. ¿Para qué había que pasear once días el ataúd si no es para la propaganda?

Ni Isabel II ni ningún rey ni reina han hecho nunca ni harán nunca que el mundo sea mejor para mí, ni para todos aquellos y aquellas que no forman parte de su círculo. Un círculo muy y muy reducido y del cual no formas parte por mucho que te hayan tocado la mano o te hayan sonreído y mucho menos todavía porque te hayas arrodillado delante de su ataúd. Las familias reales solo trabajan —y esto es un eufemismo— para agrandar, perpetuar y salvaguardar sus privilegios; entre los cuales, enriquecerse tanto como puedan. Sabemos, ahora ya sí —de los de aquí y de los de allí— cuánto dinero tienen —por lo menos, los que hemos podido saber y ya son muchos—, y no ha salido ni de sus espaldas ni de sus brillantes ideas.