El imperialismo, un fenómeno que se ha dado a lo largo de la historia de la humanidad, tiene como objetivo conseguir la dominación, y en algunos casos sencillamente la explotación sin ningún miramiento, de un grupo humano sobre otro, de un territorio, de una nación sobre otra que tiene cosas que a la dominante le interesan: materias primas para la producción, disponer de mercados cautivos, aprovisionamiento de mano de obra, sometimiento para la grandeza imperial, etcétera. El fenómeno tiene raíces complejas y variadas, aunque no hay duda que la economía y el imperialismo acostumbran a ir muy ligados. La necesidad de crecimiento económico impulsa el imperialismo, y el acceso a recursos de otros mejora la economía del imperialista.
Con Donald Trump hemos asistido a declaraciones próximas al imperialismo cuando se refirió a territorios "deseados" por los Estados Unidos como el Canadá o Groenlandia, unas declaraciones que hacían pensar en las conquistas territoriales del pasado, en este caso al amparo del llamamiento al "Make America Great Again" (MAGA). Sin embargo, al menos hasta el momento actual, las palabras de Trump han quedado en exabruptos de un líder imprevisible y potencialmente peligroso que tiene en sus manos el gobierno de la nación más importante del mundo. Pero más allá de los exabruptos, está la realidad de una práctica neoimperialista de Trump, con un sello muy definido.
No hacen falta conquistas militares, ni ocupación de territorios, ni colonización agresiva, el imperialismo americano no es territorial directo, sino que es fundamentalmente económico, tanto en términos de contenido como de inspiración y de motivaciones. Trump, que es un hombre forjado en el terreno de la frialdad empresarial, de la negociación, de los precios, de las contrapartidas, del conocimiento de las posiciones de poder en el mercado y otras dimensiones del mundo de los negocios, aplica su manera de hacer y su experiencia en el ámbito de la política. Detrás del liderazgo americano en esferas como la tecnología, la digitalización, la defensa, la industria financiera, la industria cultural, Trump ve la empresa y los negocios como motor de crecimiento... y de poder. Y, sea dicho de paso, sin ninguna consideración sobre la salud del planeta. Todo es comerciable, y él tiene el privilegio de imponer y de negociar desde una posición de dominio con rasgos propios del imperialismo pero con cambio de instrumentos: de la ocupación físico y el sometimiento de territorios, a la ocupación tecnológica, cultural, financiera, que al final se mide en términos económicos. Eso, sí, aliñado con el punto inspirador de la grandeza de América, a la manera de los antiguos conquistadores.
Una expresión significativa de la práctica trumpista es poner aranceles a las importaciones de bienes, con diferentes grados en función de los países, eso después de rocambolescas escenificaciones que recuerdan más bien las partidas de póquer. La imposición de aranceles es proteccionismo comercial puro y duro que choca con los principios más básicos del capitalismo, su credo. Trump también exige inversiones industriales en América por parte de los países competidores exportadores, lo cual va en la línea del MAGA y la autosuficiencia, pero que también atenta contra la lógica capitalista que nos dice que tiene que producir quien es más competitivo.
No hacen falta conquistas militares, ni ocupación de territorios, ni colonización agresiva, el imperialismo americano no es territorial directo, sino que es fundamentalmente económico, tanto en términos de contenido, como de inspiración y de motivaciones
También una expresión de alteración de los mercados por parte del Aladino de los negocios, la imposición de compras, por las buenas o por las malas, a los Estados Unidos de materias primas energéticas, como el petróleo, con beneficiarios americanos que amplían mercados y resultados. Otra expresión imperialista es la protección del liderazgo tecnológico y digital americano con el bloqueo de competidores, con el argumento que su participación en proyectos puede ser una amenaza para la seguridad nacional. Con el trasfondo de preservar la supremacía militar y la seguridad, se están protegiendo las empresas del país, que de esta manera ven cómo los pedidos del Estado aumentan sin competencia exterior y siguen estando en punta de lanza tecnológica para seguir dominando el mercado tecnológico y digital mundial.
El imperialismo americano en el terreno militar también tiene su dimensión económica con la imposición, bajo amenazas, del gasto militar del 5% del PIB. Así, los Estados Unidos favorecen no solo una R+D donde son líderes, sino que se aseguran compras a sus empresas de que, de lo contrario, los países no habrían hecho.
El uso sistemático de la amenaza de sanciones, de aranceles, de no ayudar a los países en caso de conflicto bélico y otras prácticas negociadoras del trumpismo son una manera de imponerse sobre países sin necesidad de invadirlos. La invasión circula ahora por otras vías que se derivan de la posición de tener la economía y el mayor mercado del mundo y de ser líder mundial en muchos frentes.
Hubo un momento en mi vida en que creí que la democracia como sistema político avanzaba por todo el planeta. Entre la caída de algunas dictaduras en Latinoamérica hasta la rebelión en favor de la democracia en la llamada Primavera Árabe (año 2011), creí en el progreso de la causa democrática. Un progreso que más o menos contaba con el aval y el apoyo de un país tan poderoso y líder como era los Estados Unidos, por cierto, una nación que se autoconsidera como la mejor democracia del mundo. Pues resulta que este país ha reinventado el imperialismo descansando en su fuerza económica, tecnológica y financiera, a base del poder y de la amenaza.
Lamentablemente, la realidad actual los Estados Unidos no solo muestra poca complicidad con la democracia y culto al mundo del negocio, sino que su líder (y la complicidad de millones de seguidores) ha desenterrado un concepto tan poco democrático como es el imperialismo.