Ya son años clamando en el desierto en relación con el problema sistémico que afecta a España y que, en una medida no menor, ha venido afectando a la solución del conflicto político existente entre el estado español y Catalunya: la falta de calidad democrática y un entendimiento patrimonialista de lo que es el Estado y de cómo se han de manejar sus asuntos.

La denominada por algunos “crisis constitucional sin precedentes” no es más que una nueva y rotunda expresión de algo que, como digo, venimos denunciando ya desde hace demasiados años y que mientras, en apariencia, solo afectaba a los independentistas catalanes, resultó tolerable para una sociedad anestesiada por unos ardores patrios que le impide, en muchas ocasiones, ver la realidad tal cual es: España ni es una democracia plena ni es una democracia consolidada, sino un sistema defectuoso necesitado de profundos cambios para terminar una Transición que, hoy más que nunca, se ha visto inconclusa.

El secuestro del poder por parte de unos pocos solo es posible cuando el sistema no es lo suficientemente robusto como para resolver las tensiones a las que es sometido y, sobre todo, cuando carece de los necesarios contrapesos para que este tipo de prácticas golpistas no terminen consolidándose a la vez que pareciéndole, a una parte significativa de la sociedad, como algo no solo normal sino correcto.

Quienes creyeron que reprimir al independentismo catalán privándole de parte esencial de sus derechos democráticos no tendría consecuencias, deberían en estos momentos dejar de lamentarse y revisar dónde está la esencia del problema y, de esa forma, intentar buscar soluciones que permitan avanzar y, a la vez, impidan la repetición sistemática de situaciones como las que ahora están viviendo.

Es en las raíces del actual problema donde hay que buscar las auténticas causas de la situación y ello es así porque analizarla desde la superficie llevará siempre a conclusiones equivocadas, tan equivocadas como las alcanzadas en 2017 cuando se justificó lo injustificable a cambio de defender la unidad de un estado plurinacional incapaz de aceptar los deseos de la mayoría de una de esas naciones.

Catalunya fue solo un ensayo general de lo que ahora está sucediendo y, por tanto, que a nadie le extrañe si más temprano que tarde vemos cómo los mismos métodos empleados para reprimir al independentismo catalán terminan siendo usados para encajonar y sancionar a la progresía española

Los mismos que hoy amargamente se quejan del secuestro de la voluntad popular por parte del Tribunal Constitucional no son conscientes, o tal vez sí y por eso reniegan de ello, de haber participado en un previo secuestro de esa misma voluntad por parte de los mismos, es decir, por parte del nacionalismo español incrustado en las altas instancias jurisdiccionales y en el propio tribunal de supuestas garantías, que se ha quitado la careta para dejar bien claro que el poder lo detentan solo ellos.

Catalunya fue solo un ensayo general de lo que ahora está sucediendo y, por tanto, que a nadie le extrañe si más temprano que tarde vemos cómo los mismos métodos empleados para reprimir al independentismo catalán terminan siendo usados para encajonar y sancionar a la progresía española. El problema de relajar los estándares democráticos es que luego terminan afectando a quienes se pusieron de perfil o se transformaron en cómplices, unas veces silenciosos y otras activos, de una masiva represión que aún no termina.

Para algunos, lo que estoy diciendo parecerá exagerado, pero un análisis intelectualmente honesto demostrará que no es así y, solo a modo de ejemplo, es importante recordar que nada de lo que está haciendo el Tribunal Constitucional ahora es nuevo, ya se hizo incluso hasta con una coreografía similar como la de ese pleno extraordinario en sábado, a finales de enero de 2018 —comida a costa del contribuyente incluida—, que se alargó hasta altas horas de la tarde cuando en esencia el resultado ya todos lo sabíamos.

Vivir instalados en un determinado relato impide ver la realidad, pero, sobre todo, hace que se termine confundiendo ese relato con la realidad y eso es, justamente, lo que pasa en España, donde por décadas se ha pensado que no solo se vivía en democracia sino que, además, esta era ejemplar, sólida, plena o cuantos más adjetivos se quisiesen usar pero la realidad indicaba e indica otra cosa.

Estamos ante un fallo sistémico de profundas consecuencias, un fallo sistémico que, como mínimo, demuestra que uno de los poderes del Estado carece de cualquier contrapeso y, por tanto, ni existe equilibrio entre los poderes del Estado ni existe forma alguna de exigir responsabilidades o contrapesar las acciones de ese concreto poder del estado.

Nada de lo que estamos viendo y viviendo es propio de un sistema democrático, sino, más bien, de uno autoritario en el cual unos pocos controlan los resortes del poder tanto en beneficio propio como en defensa de un modelo de sociedad que resulta incompatible con los países de nuestro entorno

Pensar que es compatible el concepto de democracia con la preeminencia de un poder por sobre todos los demás es tanto como no saber en qué consiste una democracia y, seguramente, por razones atávicas —culturales e históricas— eso es lo que le sucede a una parte importante de la sociedad española y es que no saben cómo ha de ser una democracia para poder ser calificada de tal y que, además, no necesite ni de muletas ni de adjetivos calificativos para autodefinirse.

Nada de lo que estamos viendo y viviendo es propio de un sistema democrático, sino, más bien, de uno autoritario en el cual unos pocos controlan los resortes del poder tanto en beneficio propio como en defensa de un modelo de sociedad que resulta incompatible con los países de nuestro entorno; tan es así como que lo que sucede en España no pasa en ningún otro país de la Europa democrática.

Explicar esto más allá de los Pirineos no es sencillo, tampoco imposible, llevará tiempo y grandes dosis de síntesis para no perderse en lo accesorio y ser capaces de exhibir la esencia del problema; de hecho, esto es lo que se ha hecho con y desde el exilio catalán en estos más de cinco años en los que, contra viento y marea, se ha ido avanzando en esta línea.

Hasta ahora, el independentismo catalán ha estado solo en esta dinámica expositiva y en la lucha por la defensa de los valores democráticos; de hecho, la mayor parte del tiempo ha tenido en contra no solo al estado español sino también a su Gobierno y a una progresía que, desde el buenismo o la ignorancia, ha creído estar en el bando correcto… cuando no lo estaba.

Vendrán tiempos complejos, más bien convulsos y peligrosos, pero cuanto antes se asuma la realidad, antes comenzará el alineamiento necesario de los demócratas para, cada uno desde su propia e independiente postura, luchar por la defensa de unos valores que ni estaban presentes en la gestión de la política española ni eran tan sólidos como algunos sostenían.

La realidad ha demostrado que el problema, el auténtico problema, no eran los independentistas catalanes, sino la falta de calidad democrática existente en España y eso es tan simple de ver que no se ha visto. No existe ningún estado auténticamente democrático que reprima a quien quiere expresar su voluntad de forma libre y soberana, mucho menos a quien habiéndola expresado no la logra materializar producto de esa misma represión.

Como ya he dicho en más de una ocasión, pensar que es sostenible ir de crisis constitucional en crisis constitucional es un error, pero, sobre todo, una clara demostración del alejamiento de la realidad y de profunda ignorancia sobre lo que ha de ser una democracia y aquello que no lo es que tienen algunos políticos, informadores y muchos ciudadanos… Y esto es así porque la democracia es como la virginidad: solo se pierde una vez.