Mientras a Cristóbal Montoro lo han enviado, de momento, al rincón de pensar, la mitad de la gente de este país, entre los que me incluyo, desea que el exministro de Hacienda acabe donde casi nunca acaban los corruptos con gomina: en la cárcel. Y entiendo que todo el mundo tiene derecho —aunque la sombra de la corrupción sea alargada— a disfrutar de la presunción de inocencia, pero a este señor se la tenemos jurada desde que ejerció su poder como lo hacen los matones empoderados por las cloacas del Estado. Montoro no solo fue un ministro con poder político, sino también un don Corleone de Hacienda con derecho de pernada económica en tiempos asfixiantes de recortes y con el país convulsionado por el procés catalán.
Uno no debe ser rencoroso, pero es bueno entrenar la memoria para sobrevivir. Y de Cristóbal Montoro nadie olvida la voz estridente con la que aleccionaba a todo aquel que se atrevía a llevarle la contraria. Y no solo aleccionaba, sino que arruinaba vidas con inspecciones fiscales surgidas de sus obsesiones ideológicas, tal como se está evidenciando en las filtraciones periodísticas que han tardado siete años en salir a la luz gracias a la pericia de los Mossos d’Esquadra y a la investigación silenciosa de un juzgado de Tarragona. Con Montoro imputado, se evidencia que, tras este chulo de la Castellana, había la mente enferma de un psicópata chantajista que se adelantó a la era trumpista.
"Que caiga España, ya la levantaremos nosotros". "España es el gran éxito económico del mundo". "El que está inquieto es que le pasa algo". "Sube a la tribuna otra vez con las mismas mandangas". "No nos ha hecho falta un Depardieu, porque alguno de nuestros famosos actores no pagan impuestos en España". Estas son algunas frases de un ministro que se vanagloriaba de ser un católico practicante, como si el hecho de ser un fiel siervo de Dios le diera la libertad de blandir la espada de Santiago y cortar las alas de cualquier infiel. En la España de Montoro, quien la hacía, la pagaba, tal y como lo había adiestrado su mentor político, don José María Aznar.
De Montoro siempre me pareció ridículo su peinado engominado, un producto que se puso de moda entre los hombres del PP. En aquellos años, la gomina transmitía estatus social y económico, y también ideología, derechista, por supuesto, pero a Montoro, un hombre con escaso pelo, aquel producto pegajoso le daba apariencia de quillo guitarrero de saraos para turistas. Este hijo de la migración —sus padres se fueron de Andalucía para ganarse la vida en Madrid— tenía las maneras de un resentido social; un resentimiento que, curiosamente, lo hizo pasar al otro lado de la Fuerza. No es extraño, pues, su admiración y servilismo hacia José Mari.
La última vez que se vio a Montoro en plenitud de forma fue en el último congreso del PP. Le habían reservado un asiento en la fila de los prohombres de una formación política que se dedicó a tachar de mafioso al Gobierno de Sánchez y que ordenó, Deus nos habeat confessos, jefe pontificio a Núñez Feijóo.
“Si Tarragona te estremece, Montoro, dos tazas”, pensé cuando surgieron las primeras noticias del asunto. Poco podían prever, toda esa panda de próceres peperos, que su exministro, el hombre que fue miembro de la comisión de asuntos económicos y monetarios del Parlamento Europeo, acabaría imputado por haber convertido su ministerio en una casa de subastas utilizando una versión menos ostentosa del palco del Bernabéu llamado Equipo Económico. Y, mira por dónde, toda empresa que quería borrar malas praxis fiscales tenía que visitar a Equipo Económico, de donde Montoro estaba en excedencia, y una vez pasado por caja, debía esperar la anuencia de don Cristóbal, el hombre que susurraba a los caballos dopados.
De todos estos escándalos económicos, quien saldrá beneficiado es VOX, un partido que de la democracia quiere hacer un campo de concentración
Decía Makinavaja que “donde no llega la ética, llega la estética”, pero, en este país llamado España, la estética también ha desaparecido. El caso Montoro podría ser mucho más que la punta del iceberg, pero, de ser todo cierto, es el paradigma de este Estado deshecho por la corrupción. Y ya no solo está corrompida la economía y la política, sino también la propia democracia. De todos estos escándalos económicos, quien saldrá beneficiado es VOX, un partido que de la democracia quiere hacer un campo de concentración.
Sin política, un país no funciona. Y sin políticos, no hay política. Pero, sometido a este tornado de corruptelas diarias, es comprensible que el ciudadano se desencante de la política. Y yo, que soy un analista amateur, me pregunto qué les pasa por la cabeza a los políticos en activo. Me refiero a los políticos que manejan grasa económica y suficiente poder como para labrarse un futuro sin carencias pecuniarias. Quiero decir, que cualquier diputado nacional o autonómico, ministro o consejero, tiene una puerta giratoria asegurada al final del túnel político. Las hay más grandes y más pequeñas, pero todas están bien engrasadas. Y podrían guardar las formas y cultivar la ética y la estética hasta que llegara el momento del adiós con una silla reservada en cualquier empresa pública o privada. Incluso gente de la antigua ICV —antes de convertirse en el alma ortodoxa de los Comuns— vive bien colocada.
El país ha perdido hambre democrática, y se están aprovechando de ello los de siempre. Los que se colaron por la puerta de atrás de la democracia aprovechando una Transición corrupta y una amnistía vergonzante. Desde entonces, esta España constitucional tiene incrustado, en su organismo, uno de los tumores históricos de España y del franquismo: la corrupción. Que paguen justos por pecadores políticos es una gran injusticia, pero antes de que esto estalle y que el país se convierta en un prostíbulo de la ultraderecha, sería necesario dejar de fabricar pan para que quepa tanto chorizo.