Decíamos aquí hace ocho días que Junts tenía por delante una partida diabólica en el año político recién estrenado: garantizar que Pedro Sánchez cumpla los acuerdos de investidura —diferirlos, como el catalán en Europa, no le servirá siempre— y reavivar la llama indepe. Pues bien: en esta clave hay que interpretar los prodigios que se vieron la semana pasada en el Congreso, cuando los de Carles Puigdemont, después de hacer creer a medio gobierno del PSOE y Sumar, a ERC, y a casi toda la prensa, que tumbarían los decretos anticrisis, permitieron su aprobación en tiempo de descuento. Fue sin votarlos directamente y a cambio de compromisos —ciertamente formales, como todo lo es en política— de grueso calibre, el más inesperado de los cuales, la delegación de competencias estatales en materia de inmigración a la Generalitat por la vía del artículo 150.2. O sea, la fórmula que se utilizó con los Mossos en el pacto del Majestic firmado por José María Aznar y Jordi Pujol en 1996 mediante el cual la Guardia Civil fue relevada por la policía catalana en todo el territorio catalán, y que mantiene en manos del Estado la titularidad de la competencia de que se trate. Quizás por eso, Feijóo ha alertado ahora en un ataque de mala conciencia patriótica que Junts —que ni siquiera forma parte del Govern— ahora expulsará a la policía nacional de Catalunya para asumir el control inmigratorio y expulsar delincuentes multirreincidentes.

Ha sido la aportación del dirigente popular en un frente de todos o casi todos contra Junts en el que han coincidido el PP, ERC, la CUP, los comunes e incluso el PSC. Se les ha tildado de xenófobos, de dejarse marcar la agenda por la extrema derecha y de hacer electoralismo con la inmigración, lo cual tiene su miga. Como si el PSC no hubiera cultivado electoralmente durante años y años el voto de la inmigración, del resto del Estado español, primero, y de colectivos sudamericanos o asiáticos, después. O como si ERC no tratara de pescar en los caladores del voto de origen magrebí incorporando a sus filas políticos de esta procedencia o normalizando el hiyab en sus carteles electorales y campañas de la Generalitat. O como si la misma CiU, de la cual proviene en parte Junts, no hubiera buscado el voto andaluz para competir con los socialistas en los años de Pujol, por ejemplo, en la etapa del conseller Antoni Comas. O el PP catalán no hubiera pasado nunca el rastrillo por los ambientes de la inmigración gallega en Catalunya... Y ya sé que ahora la acusación a Junts es otra: que no se buscan votos de los inmigrantes sino el voto reactivo de los locales que dicen sufrir problemas sociales —inseguridad— que se asocian a migrantes descontrolados. Y ciertamente sería poco acertado obviar la preocupación de Junts —como hemos apuntado aquí más de una vez— por el síndrome Ripoll, o ahora, el caso de Calella, es decir, porque una parte de su electorado compre el discurso xenófobo y engrase ofertas electorales empapadas de toxicidad y racismo banal, socialmente peligroso y absolutamente contraproducente como política de inmigración y, en general, de sentido común.

Pero cualquier demócrata tendría que celebrar que los partidos centrales, ya sean el PSC, ERC o Junts, vehiculen las preocupaciones y percepciones sociales ante el fenómeno de la inmigración, equivocadas o no, y que ahora mismo interseccionan con la seguridad y la identidad, en lugar de ceder la iniciativa a Vox o a Aliança Catalana. Ya hace muchos años que la izquierda incluso comunista perdió barrios enteros en Francia en favor de la extrema derecha de Le Pen por una política al final juzgada como condescendiente con los delincuentes precisamente por su origen migrante. A veces, racializan y discriminan más los que miran hacia otro lado o callan que los que vociferan y estigmatizan a colectivos enteros de gente honesta. Dicho esto, la cuestión no es tanto si se hace electoralismo o no con la inmigración —quien esté libre de pecado que tire la primera piedra— sino qué país soberano (Junts aspira a que Catalunya lo sea) renunciaría a ejercer las competencias de regulación, acogida e integración de personas migradas. Eso es lo que ha planteado Junts y ha removido el tablero político, todo el tablero. ¿Peix al cove 3.0? Quizás sí. ¿Y a quién le amarga el dulce? 

La cuestión es qué país soberano renunciaría a ejercer las competencias de regulación, acogida e integración de personas migradas

La tormenta desatada contra la reclamación de Junts nace de otras causas mucho más de fondo que brotan del evidente cambio de paradigma que los de Puigdemont y Turull están materializando en sus tratos con el Gobierno y que inciden en todo el escenario político. Cabe decir que este cambio de paradigma, sustentado en la imprevisibilidad, ha sorprendido al PSOE pero no tanto al mismo Sánchez, el imprevisible número 1 del Reino. Y ello, por más que intente enfriar las expectativas para calmar a su parroquia ante las concesiones a Junts que a él le aseguran su silla. Por eso, el tono del presidente en el análisis de las relaciones con Junts, puro pragmatismo, es tan diferente del de sus aturdidos ministros, convencidos aún de que Junts es ERC o CiU y, finalmente, votará lo que haga falta. Quizás sí, pero será a base de mear sangre. Un cambio de paradigma que también ha descolocado a ERC, presa estos días, si se me permite el término coloquial, de un ataque de cuernos colosal en forma de bucle diabólico del cual todavía no han sido capaces de salir los republicanos, talmente como si nos encontráramos en un episodio de la añorada Dimensión Desconocida o alguna serie similar.

Sánchez no puede aprobar sus decretos —y sus presupuestos— sin Junts, y ERC se ha dado cuenta demasiado tarde de que ahora, al menos en esta legislatura, no puede hacer de Junts 

Que el president Pere Aragonès, en modo Pedro ya no me quiere, aconseje al Gobierno, como hizo ayer en una entrevista en La Vanguardia, a que "reflexione entre qué dinámicas favorece y cuáles no", esto es, que escoja entre ERC y Junts, es no haber entendido, todavía, que Sánchez no puede escoger y que ERC tampoco. Sánchez no puede aprobar sus decretos —y sus presupuestos— sin Junts, y ERC se ha dado cuenta demasiado tarde de que ahora, al menos en esta legislatura, no puede hacer de Junts y, de sopetón, montarle un Vietnam a Sánchez, como dijo Salvador Illa de los de Puigdemont. ¿Qué credibilidad tendría ahora una ERC que amenazara con poner a Sánchez a los pies de los caballos del PP y Vox después de haberse autoerigido en partido de la previsibilidad, la sensatez y la responsabilidad a diferencia de Junts —a quienes todavía da la bienvenida con sarcasmo al club de los negociadores y los dialogantes—? ERC ha querido hacer de PDeCAT y de CiU de izquierdas en Madrid, como también de CUP y comuns en Catalunya en el tema de la inmigración, la agenda feminista o la escuela, y ahora querría hacer de Junts allí y aquí pero no puede. A estas alturas, un giro juntaire supondría una autoenmienda a la totalidad que llevaría a las piedras la nave de un Aragonès que ya se empieza a postular como candidato para el 2025. Seguramente, los republicanos tendrán que decidir algún día hacer de ERC, que es para lo que se supone que los votan sus votantes.