A Pau Riba juraría que lo vi bajar del tren en Montgat hace unos años. Vivía en la vecina Tiana, el típico pueblo de dalt (de arriba) par del de la costa, en la suave sierra interior del Maresme. No he seguido con detalle su trayectoria ni su música. Mis amigos y yo, què hi farem, éramos más del heavy, el hard y el punk que del rock laietà pero creo que Pau Riba, finalmente un hippy bastante punk con parada en la estación del glam, a la manera de un David Bowie pagès, ha sido un tipo muy importante para la (contra) cultura de este país y el país en general. Aunque siempre se le viese algo solo en sus cuitas psicodélicas, Riba era el eslabón perdido entre movimientos como el de la Nova Cançó, que intentaban reenganchar la cultura catalana a la modernidad desde las grietas del opresivo ambiente franquista, y lo que se hacía en el underground del Londres o la Nueva York de los primeros años setenta, en el desencanto post-hippy. Ese tiempo siguió a la represión mundial de la aún incomprendida revolución del 68, terremoto con epicentro mediático en París, pero que produjo fuertes sacudidas desde México al Japón pasando por la Praga que osó rebelarse contra Moscú y que confirmó a la izquierda lúcida de aquí, aún clandestina, que la libertad era más importante que el socialismo. Tiempos de esperanza y decepción. Como ese aire que tenía Pau Riba de eterno genio fracasado, de gigante triste que lucha contra sus propias sombras con un aullido de rabia contenida, de lobo solitario. Riba era un dinosaurio, puro siglo XX y se ha vuelto a escapar del estallido de una guerra nuclear, la guerra de Putin. Todo un sarcasmo y el mayor homenaje que ha podido hacerle la historia a él y a los que, como él, desafiaron el equilibrio del terror y la doctrina de la destrucción mutua asegurada con un porro y cuatro acordes de guitarra.

Hemos vuelto 40 años atrás. El fantasma del siglo XX ha reaparecido en las llanuras de Ucrania donde se atascan los tanques de Putin ―en la mejor tradición de la obsolescencia de la máquina soviética de los setenta y los ochenta que tuvo su clímax en el desastre de Chernóbil― y en las portadas de los periódicos, sobre las que vuelve a planear la siniestra sombra del hongo atómico. En el FAQS contaban este sábado en una pizarra digital las cabezas nucleares que tienen Rusia y los demás miembros del club atómico, como Pakistán o la India ―sí, sí―, amén de China, los Estados Unidos y nuestros simpáticos vecinos franceses y británicos. Y uno se ve casi en pantalón corto ante la tele en blanco y negro vomitando explosiones atómicas como las de las islas Bikini, donde EE.UU. detonó por lo menos 23 artefactos nucleares entre 1946 y 1958. Putin fue espía del KGB en Dresde, en aquel entonces República Democrática Alemana, y por eso se llevaba tan bien con Angela Merkel, nacida en aquella Alemania del otro lado del Muro. El presidente de la Federación Rusa es también siglo XX en estado puro, como Pau Riba, solo que de la otra riba, del otro lado, del lado chungo de la historia. Ya me perdonarán el chiste, o el ripio, pero no duden que ese y no otro es el problema. Putin quiere reconstruir un mundo armado hasta los dientes, y siempre al borde del abismo que, sin embargo, no resistió el efecto de los bikinis, desde las playas de California al mar Negro pasando por la Formentera de Pau Riba y que la revolución de internet acabó de desconfigurar para siempre, por mucho que la historia intente regresar una y otra vez. La película era Regreso al futuroPutin vive en un cómic retrofuturista. El malo del Kremlin ganará su lamentable y odiosa guerra, pero no convencerá a nadie, porque, aunque pretenda llevar el guion a 1960, cuando la crisis de los misiles de Cuba, está fuera del tiempo y esa puede ser su tumba y su derrota.

No estamos en el Irak del 2003 y no es Biden quien ha desatado una tormenta de fuego sobre Kyiv. A esas izquierdas de aquí que equivocan los tiempos y las guerras también las arrollarán los tanques rusos

Perdidas en el siglo XX se han quedado también aquí algunas de esas izquierdas exquisitas, supuestamente pacifistas, que, como decía la canción de la ye-yé Concha Velasco, no se quieren enterar. Son las que, entre agresor y agredido, escogen fantasma, asidas a la nostalgia bipolar donde lo soviético ejercía como dique de contención mental de lo americano, de lo yanqui. Era un mundo de certidumbres de plomo y conciencias felices ancladas en el binarismo de los buenos y los malos que algunos como Pau Riba mandaron al carajo y que muchos añoran como el paraíso perdido de lo cómodo y eternamente previsible. También los hay que rechazan armar a los ucranianos para que no se aprovechen de ello hordas de ultras que harán de Ucrania su campo de entrenamiento para luego sembrar el terror aquí, a imitación de los yihadistas que regresaron a Occidente después de foguearse en Afganistán o Irak. Todo vale cuando se trata de construir falsas equidistancias. Cualquier corresponsal mínimamente informado sabe que es en Moscú o en Belgrado donde los ultras esperan su siniestra oportunidad, no en Kyiv. También se utiliza el infame apaleamiento de migrantes subsaharianos por la policía española en la valla de Melilla para tapar los trenes y autobuses que llegan a Polonia o a Eslovaquia atestados de mujeres y niños ucranianos. Todo sea porque la realidad no estropee el manual antiyanqui.

La confusión que denota la ambigüedad del Podemos que aún sigue a Pablo Iglesias o de la CUP y algunos otros ante la invasión de Ucrania por Rusia y el desastre humanitario se explica porque se han hecho un lío con el calendario. No estamos en el Irak del 2003 y no es Biden quien ha desatado una tormenta de fuego sobre Kyiv. A esas izquierdas de aquí que equivocan los tiempos y las guerras también las arrollarán los tanques rusos. No descanses, Pau.