Yo me acuso: soy uno de los “malos españoles” —aunque me apellide González y Rubio, etc.— que ayer no dejaron atrás ni familia, ni hacienda, como se decía antes, para sumarse a la concentración por la unidad de España —es decir, contra una Catalunya independiente—, convocada en la plaza de Colón de Madrid por los partidos de los “españoles de bien”, según la terminología de los carnés de españolidad moral que reparten el señor Casado y compañía. Pasé por el diario, eso sí, y luego volví a casa, a degustar (tarde) la comida familiar de los domingos, antes de realizar un ensayo de mini siesta y sentarme de nuevo ante el ordenador. ¿Es grave, señor Rivera? ¿Tiene cura, señor Abascal?

Lo que sucede es que mi modesto caso es más que modesto. No tiene (casi) nada de particular. De acuerdo con los datos provisionales del INE (Instituto Nacional de Estadística), a 1 de julio de 2018, la población residente en España es de 46.733.038 personas. Descontados los 4.663.726 “extranjeros”, restan 42.069.312 potenciales “españoles (y españolas) de bien”. Ergo España no es que esté mal: es que está fatal. España necesita urgentemente un exorcista. Los números revelan impúdicamente la siniestra raíz del mal. Si a la concentración patriótica de la plaza de Colón asistieron “45.000 españoles (y españolas) de bien”, ello significa que los “malos españoles (y españolas)” seríamos una inmensísima mayoría (silenciosa, por supuesto): nada más y nada menos que 42.024.312. Lo que incluye algún que otro millón —dato, si cabe, aún más inquietante— de votantes del PP, Cs y Vox, los partidos convocantes del acto. El mal se extiende como la peste. No, mi modesto caso no tiene nada de particular: en España, los “españoles de mal" —los que no seríamos “de bien"— podemos llenar el Camp Nou como 420 veces, etc.

El fracaso en términos de movilización de la marcha de las derechas en Madrid es tan clamoroso que la derecha extrema co-convocante, Vox, ya ha pedido responsabilidades a los “liberales” de Rivera por haber comparecido con banderas azules europeas (ay, esas estrellas...) en lugar de rojigualdas, y haber intentado disimular la foto conjunta con Abascal subiendo a toda la plana mayor naranja al escenario. O sea, que los tres tenores de las derechas han pinchado en su estrategia a la venezolana de acoso y derribo en la calle al “régimen” de Sánchez, el “felón” culpable de “alta traición” por “negociar” con el independentismo. O sea que el presidente, quien al parecer tiene más vidas que un gato, ya podría llamar de nuevo a Quim Torra o enviar a Pablo Iglesias a Soto del Real a hablar con Junqueras de los presupuestos hoy mismo como si aquí no hubiese pasado nada, etc. Pero no. La inesperada victoria de Sánchez en la plaza de Colón, aunque parezca lo contrario, es un triunfo más que engañoso e, incluso, pírrico.

El fantasma de un golpe de Estado “de verdad” ante los extraños movimientos de Sánchez lo paró todo, y, de rebote, dejó la temida manifestación de los monaguillos de Aznar en (casi) nada

La tercera vía entreverá en el pinchazo de la plaza de Colón una puerta a la esperanza: la España feroz recula. Pero más allá de los deseos, y de la espuma, caben otras lecturas. Por ejemplo, que la discreta asistencia sea debida a que la manifestación hubiese cumplido su objetivo antes de celebrarse. Si lo que pretendían el PP, Cs y Vox era parar el diálogo político entre los gobiernos español y catalán, lo consiguieron con creces 48 horas antes de la manifestación. Que se unieran al coro los padres fundadores del PSOE, Felipe González y Alfonso Guerra, amén de algunos barones miedosos, no hizo más que bordar la maniobra.

A las puertas del inicio del juicio contra el procés, el solo anuncio de la manifestación de las derechas en Madrid puso en guardia a todos los aparatos del deep state con el presidente Sánchez en el centro de la diana como “sospechoso” de negociar la autodeterminación de Catalunya. El fantasma de un golpe de Estado “de verdad” ante los extraños movimientos de Sánchez lo paró todo, si es que de verdad había algo en marcha (el diálogo), y, de rebote, dejó la temida manifestación de los monaguillos de Aznar en (casi) nada. A la concentración no asistió, por cierto, el expresidente, ni tampoco Inés Arrimadas, ni, atención, la gente de Societat Civil Catalana. España no solo tiene pánico al independentismo catalán sino de si misma.

El problema es que en España no todas las manifestaciones valen lo mismo. Y si son de independentistas catalanes o de mujeres apaleadas, aún menos

Continuará: mañana, en el Tribunal Supremo y el miércoles en el Congreso de los Diputados, donde ERC y el PDeCAT, si no hay cambios de última hora, tumbarán los presupuestos de Sánchez. ¿Acaso pueden hacer otra cosa? ¿Acaso un voto a favor de las cuentas del reino va a sacar a los presos políticos de la cárcel? ¿Acaso va a suponer una reducción de los muchos años de condena que les van a caer encima? Llueve (ácido) sobre mojado. En el fondo, el problema es que en España no todas las manifestaciones valen lo mismo. Y si son de independentistas catalanes o de mujeres apaleadas, aún menos.