Ahora que ha pasado Sant Jordi, después de dos años de confinamiento pandémico, oso hablar, finalmente, de libros que no tenéis que leer. A no ser que, como le pasa a servidor, seáis de los que huyen como de la peste de títulos que, desde muchas semanas antes, está claro que serán los más vendidos o poco les faltará para serlo. Si el último de la Moliner o el del Cruanyes no os convencen o simplemente os importan un rábano, ya sea por pereza o porque estáis hartos de la-casta-mediática-que-siempre-gana, o por ambas cosas, entonces podéis pediros, comprar o birlar al librero —las dimensiones ayudan— títulos como el delicioso Un cafè a Roma (Univers) de Josep Maria Fonalleras o el imprescindible Infocracia (Taurus) de Byung-Chul Han. El primero es un viaje exquisito por la cultura y la memoria personal y familiar enmarcada en una ciudad que es el gran teatro de la historia, la Roma eterna. Fonalleras, que escribe muy pero que muy bien, consigue zambullirte en la trama de la cultura hasta atraparte; curiosamente, hace pocos días he tenido la oportunidad de ver Roma, la inmortal película de Fellini, algunas de las escenas de la cual Fonalleras rememora, y he leído algo de la poesía de los románticos ingleses, entre los cuales Keats, seguramente el mayor de todos ellos, que murió de tuberculosis en una casa de la Piazza di Spagna que Fonalleras visita —"En el techo de la habitación, los mismos dibujos de flores que hicieron decir a Keats: Noto cómo las flores crecen encima de mí"—. El segundo libro, el del mal denominado filósofo de moda —la prueba es que no es de los más vendidos en Sant Jordi— expone cómo la digitalización ha destruido el mundo del que viene el primer libro, el de la razón, la Ilustración. La democracia ha degenerado, argumenta, en "infocracia". Así, si el capitalismo industrial se basaba en "la explotación de los cuerpos como ganado de trabajo", el capitalismo digital y el "régimen de la información" no explota "los cuerpos y las energías, sino la información y los datos". Las personas quedan reducidas a "ganado de datos y de consumo", no a seres racionales capaces de debatir y razonar en la esfera pública. I de leer.

Se podrá compartir o no la aproximación de Byung-Chul Han a la condición humana en la era digital. O se podrá pensar que el libro de Fonalleras es una antigualla literaria pasada de moda, una especie de Grand Tour como el de Byron o los Shelley y tantos otros clásicos, con doscientos años de retraso. Pero es demasiada casualidad que los signos de destrucción de la democracia sean paralelos al retroceso de la cultura del libro y la lectura; y al avance imparable de la sociedad digital, en la cual los dispositivos móviles, los teléfonos que llevamos en el bolsillo nos permiten "trabajar" al mismo tiempo como productores y consumidores de datos e información y estar sometidos a una vigilancia permanente.

En este contexto se puede entender por qué tiene una dimensión global el escándalo del CatalanGate, el espionaje a una sesentena de dirigentes independentistas mediante el software Pegasus. No es novedad que el espionaje político ha sido una herramienta utilizada contra la disidencia o los adversarios políticos tanto por las autocracias como por las democracias desde hace mucho tiempo. La novedad es que ahora no hay que instalar micrófonos como hacía la Stasi, la policía del régimen comunista en el Berlín Oriental o como sucedió con el Watergate en los Estados Unidos de Nixon para que te espíen, sino que es suficiente con que lleves el móvil en el bolsillo. El móvil multiplica exponencialmente las posibilidades de vigilar a la gente, y de hacerlo con programas ultrasofisticados como el Pegasus o el Candirú, los que se han utilizado contra los independentistas catalanes durante y después del momento álgido del procés, como dice aquel, hasta ayer mismo.

Pedro Sánchez tendrá que escoger si está con los espías o con la gente, ya no digo con los que han sido espiados, sino con todo el mundo. Y no porque si ERC le retira el apoyo, su legislatura se tambalee, sino porque esto va de decencia democrática

El móvil amplía hasta el infinito los tradicionales dispositivos de control y vigilancia de los regímenes autoritarios y permite a las democracias liberales eludir sus propios sistemas internos de control de calidad, de derechos y check and balance, con lo cual pervierten su esencia, su propia naturaleza. Que el deep state español, como apunta el demoledor informe del laboratorio canadiense Citizen Lab se haya puesto las botas espiando independentistas es una vergüenza pública pagada con dinero de todos y un atentado execrable al derecho a la intimidad, posiblemente a lo más sagrado, el espacio de exclusivo dominio de cada persona. Pero a algunos nos sorprende tanto que eso haya pasado como los títulos de los libros más vendidos en Sant Jordi. En la era del "régimen de la información" descrito por Byung-Chul Han, otras democracias con un estado de salud francamente mejor que el de la española podrían seguir el mismo camino del CatalanGate. Es lo que venía a advertir el contundente editorial del The Washington Post, precisamente el diario que descubrió el Watergate.

El CatalanGate —además de las evidentes derivadas locales que comporta— es una luz roja encendida sobre el futuro de las democracias. Como el avance de la ultraderecha más o menos blanqueada que, en Francia, Emmanuel Macron ha conseguido frenar en el último minuto derrotando a Marine Le Pen. El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez tendrá que escoger si está con los espías o con la gente, ya no digo con los que han sido espiados, sino con todo el mundo. Y no porque, si ERC le retira el apoyo parlamentario, su legislatura se tambalee, sino por decencia democrática. En el fondo, lo del CatalanGate no va de espías. Ni de independentismo. Va de teléfonos móviles en tu bolsillo y en el mío. Se trata de un combate global y el CatalanGate solo es una señal de lo que puede venir si las democracias no empiezan a apagar el móvil. Leed los libros que no tenéis que leer o los que os dé la gana, pero apagad el (puto) móvil.