El gobierno de Pedro Sánchez, que lo es del Estado español, ha reconocido por vez primera la existencia de un “conflicto” sobre el futuro de Catalunya. Así figura en el redactado del comunicado conjunto suscrito con el Govern que preside Quim Torra al término de la extraña cumbre celebrada el jueves en el palau de Pedralbes. Esa reunión, más allá de lo anecdótico y de algún gesto torpe como el de la censura en directo de las flores amarillas, constituye lo más parecido habido hasta ahora a un ensayo de diálogo previo a lo que debería ser una negociación entre ambas partes desde los hechos del tórrido otoño de 2017.

El máximo responsable político del Gobierno se puso el jueves en Barcelona el traje de negociador con el independentismo catalán, aunque solo fuera para reconducir el (mal) paso dado con su convocatoria sí o sí del Consejo de Ministros en Barcelona, en la Llotja de Mar. Cita que, blindada hasta la bandera y más allá del anuncio de (re)bautizo por la puerta de atrás del aeropuerto de El Prat con el nombre de Josep Tarradellas y el enésimo reconocimiento sin efectos jurídicos reales al president Companys, dio más bien poco de sí. Pero, volviendo a Pedralbes, ¿se trató solo de una performance razonablemente bien ejecutada o cabe esperar algo más allá de los gestos de reconocimiento mutuo (empezando por el recibimiento por parte de Torra a Sánchez tras haber calificado de provocación el Consejo de Ministros en Barcelona en pleno 21-D)?

Es obviamente muy pronto para responder. Pero lo que sí es cierto es que la performance de “diálogo y negociación bilateral” en Pedralbes pone al Estado español frente al espejo de sus carencias ante el reto planteado por el independentismo catalán: coraje e imaginación política en lugar de represión y amenazas de regresión totalitaria. En los años treinta decía el gran filósofo judío alemán Walter Benjamin que el cine tenía un alto potencial revolucionario, puesto que las masas podían concienciarse de su situación alienada a través de las pantallas al verse reflejadas en los actores, meras marionetas cosificadas por la tecnología (y la industria de Hollywood). De la misma manera, la no cumbre de Pedralbes puede ser políticamente operativa porque remite a la necesidad ineludible de una verdadera cumbre Estado-Generalitat en la que se dilucide el qué y el cómo se encauza una solución al “conflicto” ahora reconocido.

Cuando Sánchez se pone el traje de negociador con el independentismo catalán, o hace como si se lo probase, cuestiona lo que se da por sentado: que España no tiene nada que negociar con el independentismo

En cierta manera, cualquier representación tiene el poder de hacer tambalear el orden aceptado o consentido. Ello explica, por ejemplo, la brutal respuesta represiva del Estado español al referéndum del 1-O. ¿A santo de qué tanto porrazo y tanto juez y tanta cárcel si el referéndum y la posterior declaración de independencia, fallida, no tenían valor jurídico alguno? ¿Qué hubiera sucedido si el resultado de esa performance de referéndum hubiera sido reconocido por Alemania, por ejemplo? Cuando Sánchez se pone el traje de negociador con el independentismo catalán, o hace como si se lo probase, cuestiona lo que se da por sentado: que España no tiene nada que negociar con el independentismo. El problema, y por eso aún no hay respuesta a la cuestión planteada, es decir, si Pedralbes tendrá o no recorrido, es que quizás ni el mismo Sánchez sabe muy bien qué hacer con ese traje: si seguir (de novio) en el baile de disfraces o encaminarse a la vicaría.

Aunque sea por la puerta de atrás y en medio de la confusión más absoluta, la no-cumbre del 21-D representa, simula, dibuja, un camino distinto del seguido hasta ahora por el Estado español en el conflicto de Catalunya. Lo ha captado y resumido muy bien la respuesta tremendista de la caverna mediática, con sus portadas de la “rendición de Pedralbes”, así como la verborrea ultra de Casado y Rivera, etc. También lo han decodificado los barones del PSOE, más bien baroncillos de poca monta, que, caído el mito del susanismo, pronto entraran en una loca carrera por el puesto de nuevo jefe de la oposición interna al sanchismo (a su vez, pura incertidumbre). Tampoco descarten que el pura sangre (catalana) Josep Borrell entre en los conciliábulos para detener la supuesta “deriva indepe” de Sánchez.

De tanto querer histerizar a Catalunya, de tanto maltratarla psicológicamente, son el españolismo (neo)falangista y el jacobinismo recalcitrante los que se han situado al borde del psiquiátrico

De tanto querer histerizar a Catalunya, de tanto maltratarla psicológicamente, son el españolismo (neo)falangista y el jacobinismo recalcitrante los que se han situado al borde del psiquiátrico. A falta de un muerto en las manifestaciones contra el Consejo de Ministros en Barcelona, los Casado, Rivera, Lambán han visto pacto oculto, cesión de soberanía, claudicación, rendición del Estado ante el “desequilibrado” Torra, el “loco” independentista. No debería sorprender. De nuevo, la violencia brilló por su ausencia en el 21-D, lo que supone el enésimo fracaso de los que una y otra vez esperan en vano que se produzca, y de los que, sin desearlo, han hecho del anuncio especulativo del desastre, del presunto muerto en diferido, su modo de estar y escritura, su hábito. El muerto que no ha existido en las manifestaciones independentistas del 21-D subraya aún más el significado último —posible— de las escenas de Pedralbes, de eso que, política y racionalmente, habría que hacer: sentarse, dialogar, negociar.

Feliz Navidad a los que sufren y sueñan por todos los demás.