Un millón de personas se han manifestado en Londres este sábado. Piden otro referéndum para enmendar el Brexit. Es la mayor manifestación en la capital británica en este siglo, señala en portada un diario, con admiración europeísta. La primera ministra, Theresa May, podría dimitir como resultado de la errática gestión de lo que, acertada o equivocada, fue la decisión soberana del pueblo británico: la salida del club de Estados de la renqueante Unión Europea (UE).

Como todo el mundo sabe y muchos se empeñan en ignorar, en Catalunya, en la segunda década del siglo XX se han celebrado manifestaciones tan masivas o más que la de Londres desde el 2012, cada año, en las Diades del 11 de septiembre, en varios formatos. Movilizaciones a favor de independizarse de España, no de Europa. En ningún país de Occidente ha habido una expresión continuada tan intensa de apoderamiento popular y expresión en la calle de una demanda política como en Catalunya. Pero en Catalunya eso no se puede votar. La soberanía para quedarse o para irse en según qué marcos jurídico-políticos no está en manos de los manifestantes catalanes porque la condición para que lo esté es ser un Estado. Y no son un Estado porque no les dejan decidirlo. He ahí el pez que se muerde la cola. La soberanía, la ejerces o te la ejercen. La gran paradoja del juicio del procés es esta: los acusados lo están de haber ejercido la soberanía, ilegalmente, y de haberlo hecho con violencia; cuando, en realidad, no han hecho ni lo uno ni lo otro, como evidenció la declaración del mayor de los Mossos Josep-Lluís Trapero.

Ante el "desafío" independentista, el Estado español podía hacer dos cosas. Una, como Londres con Escocia y con la UE. O sea, aceptar el veredicto de las urnas, un referéndum pactado. ¡Y dos huevos duros! ¡A qué tendría que aceptar España, en pleno siglo XXI, que se le fuera Catalunya como se le fue Cuba en el XIX! Imposible. La democracia española está muy lejos de ser capaz de aceptar el reconocimiento de una autodeterminación interna, y, eventualmente, su propia reconfiguración estatal -que puede incluir un cambio de régimen, de monarquía a república- si la opción independentista triunfara en las urnas. Es un caso de manual de horror vacui, de miedo al vacío nacional, de identidad. No hace falta extenderse mucho sobre cuál era y ha sido la segunda salida de los poderes españoles: la represión pura y dura. Suspensión de la autonomía catalana, encarcelamientos, exilios, decapitación de los liderazgos independentistas, juicio con un tufo de farsa cada vez más insoportable, para relegitimar un Estado de derecho que hace aguas sobre un relato neoautoritario, por desgracia bastante de moda en Europa y el mundo. Así, España se ha convertido en un Estado donde vale más la mentira pura y dura de un guardia civil a quien no le vemos la cara ante el Tribunal Supremo que la de un millón de personas decentes manifestándose en la calle por una aspiración legítima y democrática, como reconoce el mismo ordenamiento legal español.

El Estado que reclama "neutralidad" a Quim Torra y el Govern ampara que se viertan lazos amarillos arrancados ante el Palau, como si fueran estiércol, y que los neofranquistas marquen el paso por Barcelona como en el 39

Amparados por el juicio en vivo y en directo en el Supremo, los poderes españoles están de paseo militar por Catalunya. El sábado próximo lo subrayará la manifestación de Vox en Barcelona, quizás con generales y todo en primera fila. Hasta el punto de activar la Junta Electoral Central para, ahora sí, hacerle el trabajo a Rivera, Arrimadas y los del comando de "limpieza" -lo dicen ellos- de lazos amarillos. El Estado reclama el control de todo el poder simbólico y del espacio público. El Estado que reclama "neutralidad" a Quim Torra y el Govern ampara que se viertan lazos amarillos arrancados ante el Palau como si fueran estiércol y que los neofranquistas marquen el paso por Barcelona como en el 39. El Estado tiene una manera muy peculiar de entender qué significa neutralidad. El Estado tiene miedo de lo que le pueda pasar en Catalunya y él mismo se lo quiere hacer pasar blandiendo la porra. Lo ha evidenciado con creces. Durante los años de plomo en Euskadi, ningún Estado obligó a retirar ninguna pancarta ni ningún lazo azul contra el terrorismo de ETA de ninguna fachada pública, por motivos obvios. En ningún momento. Tampoco consta que lo hiciera en el caso de las pancartas en favor de los presos de ETA. Y si bien es cierto que la justicia española ilegalizó opciones políticas y cerró diarios, nunca nadie puso sobre la mesa un 155 para frenar el "desafío" de ETA: 800 muertos. Y ahí lo dejo, que diría el abogado Gonzalo Boye.

Más que un nuevo momento, un momentum que no se sabe de dónde, ni cuándo, ni cómo emergerá, cual milagro o señal divina, al independentismo le hace falta un recomienzo. ¿Hasta dónde, la ruptura?

Ahora bien: ¿es solo el Estado español el que ha sido incapaz de gestionar políticamente el desafío catalán? ¿Hasta qué punto el movimiento independentista, los líderes y los partidos, y la gente que lo ha impulsado, los de las manifestaciones del millón un año sí y otro también, han sido capaces de rentabilizar su propia fuerza, que es mucha?

Descartada la opción de la ruptura, si es que era posible, los actores de la denominada transición política española pactaron los límites de la reforma. Descartado, según parece, el retorno al autonomismo, los actores de la transición catalana tendrán que pactar los límites de la ruptura si es que quieren blindar un nuevo comienzo. Más que un nuevo momento, un momentum que no se sabe de dónde ni cuándo ni cómo emergerá, como si fuera un milagro o una señal divina, al independentismo le hace falta un recomienzo. ¿Hasta dónde, la ruptura? El independentismo tendrá que afrontar este debate o esperar a que los fantasmas internos, la división, el cortoplacismo, los sectarismos de partido, de grupito y de masas, lo estrangulen. Lo neutralicen.  

Como decía alguien el otro día en una interesante jornada de debate organizada por la Fundació Congrés de Cultura Catalana sobre la ruptura democrática, hace falta que alguien le diga a todo el mundo qué se tiene que hacer, qué tienen que hacer el Govern, los partidos y el movimiento independentista cuando el Estado ordena retirar pancartas y lazos amarillos de la fachada del Palau y los edificios de la Generalitat. Y hace falta -añado- porque es mentira que el Estado sea "neutral". La prueba de que no lo es radica precisamente en la orden de retirada con querella de la fiscalía incluida contra el president de la Generalitat. Pero la cuestión es si hay alguien ahí y, sobre todo, si el independentismo quiere que esté.