Que el independentismo catalán no haya alcanzado sus objetivos ―sean la República efectiva o la aceptación por parte del Estado de un referéndum a la escocesa o ambos a la vez― en ningún caso significa que el escenario tenga que volver al punto de partida: es decir, a un revival autonomista en el cual ERC y el espacio Crida-JxCat-PDeCat hagan de CiU. Ni en las encuestas ni en el ambiente se detecta, precisamente, que el independentismo esté por seguir el camino de salvar los presupuestos al gobierno español de turno, la legislatura o lo que convenga ―bueno, la Corona no, todo tiene un límite― a cambio de un retorno a la normalidad transferentista. A la siempre incierta negociación-devolución de traspasos y competencias. Ejercicio que, de hecho, no ha producido resultados de largo recorrido desde el pacto del Majestic, allá por el año 1996 de la era cristiana.

La creencia taumatúrgica en un retorno al autonomismo-transferentismo como presunto bálsamo para todos los males es tan profunda que la máxima preocupación con que han recibido algunos las durísimas peticiones de pena de la fiscalía y el abogado del Estado contra Oriol Junqueras y los presos, así como la excúpula de los Mossos liderada por Josep-Lluís Trapero, es que el independentismo se ha alejado de Pedro Sánchez y todo hace pensar que las cuentas del Reino no podrán salir adelante. El ansia por el retorno a un escenario de conflicto Catalunya-Espanya de baja intensidad es tal que algunos darían por buena la absolución de los presos a cambio del sí del independentismo a los presupuestos. Firmarían con los ojos cerrados, para que todo volviera a ser "como era".

Y sin embargo... no puede ser, y, además, es (casi) imposible. Ni el estado profundo se puede permitir un giro de 180 grados ante el juicio del 1-O, como le gustaría a la tercera vía y el cortoplacismo sanchista, a pesar del riesgo de que al final sea la derecha neoaznarista quien lo rentabilice, ni el independentismo tendría que hacerse ilusiones con una victoria rápida en los tribunales europeos contra la sentencia que emitirá el Supremo. En Europa, aseguran los que saben, la partida judicial está ganada, pero el independentismo puede tardar años en ver cómo se hace justicia. Bastantes años.

Las sentencias políticas, como todo el mundo sabe que será la del 1-O y evidencia la discrepancia entre el fiscal y el abogado del Estado en los escritos de acusación, sólo se pueden revertir desde la política

Ahora bien: algunos tendrían que pensar que ni a España ni a Catalunya les conviene que el independentismo tenga que decidir nada desde las prisiones o el exilio. Y mucho menos que sus líderes, claramente reforzados por las decisiones político-judiciales del Estado, sean sentenciados a años y años de prisión o se les impida volver al país casi para siempre. Es cierto, como dice Miquel Iceta, que los encarcelamientos se tienen que desligar del voto a los presupuestos. Es más: aunque parezca un contrasentido, o justamente por eso, también se tienen que desvincular de la futura sentencia del Supremo.

Las sentencias políticas, como todo el mundo sabe que será la del 1-O y evidencia la discrepancia entre el fiscal y el abogado del Estado en los escritos de acusación, sólo se pueden revertir desde la política. Desde la política y el pacto. Y, en el caso que nos ocupa, eso va bastante más allá de la situación de los presos y no digamos de los presupuestos de Sánchez. El pacto no es que los presos y exiliados sean libres y puedan volver ―que también― sino que el Estado español acepte que si un día tiene que retirarse de Catalunya, porque así lo decide libremente la ciudadanía, lo hará a la catalana, con toda la paz y tranquilidad deseables; pretender que lo hiciese con dignidad ya sería pedir la luna. A la catalana, no como dice Margallo.