Ayer hizo un año que tuve la suerte de celebrar el cumpleaños en Florencia, la ciudad de los Médici y del David de Miguel Ángel y de la Nascita di Venere, el cuadro de la Venus inmortal de Botticelli. Vale la pena vivir para contemplar la belleza de este icono del Renacimiento. Mil y una veces. 7 de febrero de 2020. A la hora del aperitivo con la mejor compañía en la piazza della Signoria, entre tantas maravillas, era imposible caer en la cuenta de cuán cerca estábamos del abismo, del gran desastre que se avecinaba. Pero la cultura, el ritual, sirve también para esto: nos hace fuertes ante los días que vendrán. Ante la incertidumbre.

He pensado en ello, repasando las fotos en el móvil, sin dejar de hacerlo en lo que nos ocupa ahora mismo, la más extraña campaña electoral y las elecciones seguramente de resultado más impredecible de los últimos 40 años en Catalunya. Da miedo pensar en el abismo que se puede abrir entre las previsiones de las encuestas y lo que pueda pasar de verdad en las urnas el domingo que viene. Y no lo digo tanto por el alto nivel de indecisos o el volumen de abstención previsto, esperable después del récord de participación del 21-D. Todo eso ya nos lo hemos encontrado otras veces. Me preocupa el efecto que pueda tener en el comportamiento electoral, en la participación o no y en la elección entre las diversas ofertas políticas, el maldito virus y todo lo que trae en la la mochila. Hablo de la fatiga física y psicológica después de casi un año de muertos, confinamientos, restricciones y miedo, al contagio o a perder el trabajo o ambas cosas al mismo tiempo. Hablo del enfado sin destinatario claro —¿los gobiernos?, ¿la oposición?, ¿los epidemiólogos?, ¿las multinacionales farmacéuticas?, ¿los negacionistas?, ¿los irresponsables?—. La pregunta es: ¿hasta qué punto condicionará la Covid-19 nuestro voto?

Ya sé que las elecciones vascas y gallegas del año pasado fueron un primer ensayo de votación después de la primera oleada de la pandemia. Pero ya vamos por la tercera y todos sabemos que Catalunya es otra cosa. ¿Votará usted de una manera u otra si le han puesto o no la vacuna o está en la lista de espera —como la inmensa mayoría—? ¿De verdad que podremos ir a votar con plenas garantías? ¿Qué sucederá si los colegios electorales no se constituyen con normalidad? ¿Y si no se pueden conocer los datos del escrutinio, escenario que ya está sobre la mesa, por la noche electoral? ¿Hay riesgo de anulación o deslegitimación de los resultados?

Da miedo pensar en el abismo que se puede abrir entre las previsiones de las encuestas y lo que pueda pasar de verdad en las urnas el domingo que viene

¿Quién ganará? Todas las encuestas aparecidas hasta ahora se aferran como a un clavo ardiente a la seguridad de un triple empate en la cabecera de la carrera, PSC, ERC, Junts, con todas las posiciones intercambiables y todo por demostrar. Elecciones a ciegas. Es posible que el cansancio y el malestar aparejado a las múltiples crisis desatadas por la pandemia se traduzca en un fuerte absentismo electoral que haga añicos las previsiones demoscópicas. También puede emerger la rabia y el melapela. Aquí también hay quien asaltaría el Capitolio tocado con pieles y cuernos a cambio de unos minutos de gloria en la tele y en las redes. Pero también hay quien, resignado, optará por entregarse acríticamente, gratis total, al gris tecnocrático y a los gestores de sueños castrados. ¡Y un carajo! ¡Queremos magia, sí! ¡Queremos vivir!, clamarán otros ante la urna.

Sería bueno que el fenómeno de la desaparición de los cuerpos del espacio público forzado por las medidas antipandemia y acelerado por la tecnología —cada vez estamos más atrapados en las pantallas— no se traslade a las urnas el 14-F. Hay que comparecer. Y votar con cuerpo y alma. Y no por cualquiera ni de cualquier manera: atención porque el riesgo de incendio es elevado. Por lo que pueda ser, esta vez creo que es casi obligatorio cumplir con el ritual democrático. Por los días que puedan venir.