Se nos dice y se nos repite que no es hora de tirarse los platos por la cabeza, ni mucho menos de pasar cuentas, políticamente, del desastre. Aunque, según el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, el gobierno español no se arrepiente de nada, el desastre se resume en más de 12.000 muertos por coronavirus hasta el momento en el Estado, Catalunya incluída, con más de 2.500. Cuando llevábamos 10.000, eso equivalía al 20% del total de víctimas mortales registradas en el mundo por Covid-19, siempre que los números sean ciertos.

Llámenme irracionalista, que a estas alturas me da lo mismo, pero pese a la (re)entronización de la ciencia, y su supuesta eficiencia a la que al parecer no tenemos más remedio que agarrarnos ante la manifiesta incompetencia evidenciada por los poderes políticos y económicos, una de las grandes paradojas que para mucha gente dejará la gestión de la pandemia es que los números tampoco son objetivos. Las cifras esconden y disimulan más de lo que revelan, como por ejemplo, las hasta hace poco silenciosas muertes en las residencias de personas mayores. Cuidado, ni las batas, ni los números, ni por supuesto los militares dando ruedas de prensa —¿o tenemos que decir partes de guerra?— garantizan nuestra salvación: todos, absolutamente todos, llegaron tarde. No solo los políticos. Aunque estos, cautivos de las oscilaciones de los trending topics de la (supuesta) democracia digital, eran los primeros que deberían haber reaccionado con mayor premura, humildad e inteligencia estratégica. Esa fue la derrota ante el primer virus viral de la historia, que primero infectó las redes sociales y después los cuerpos.

¿Cuál es el primer mandato de la política, su  cometido esencial, en nuestra época? Proteger a las poblaciones, a la ciudadanía; y comoquiera que la gestión de la vida se constituye en la prioridad número uno de la política moderna, ahí, en ese dar vida se legitima el poder. Es la diferencia con lo que sucedía en los tiempos del soberano absoluto, en que la autoridad se cimentaba en la capacidad de dar muerte, nos enseña Michel Foucault. Son los políticos, en China, en Italia, en Francia, en los Estados Unidos, en Alemania —¿de verdad que todos han contado bien sus muertos?—, los primeros que deberían haber llegado a tiempo de salvar vidas.

Son los políticos los primeros que deberían haber llegado a tiempo de salvar vidas

Lo que era poco más que una gripe, y no de las peores, ¿recuerdan?, ha hecho rescatar de las estanterías los libros de historia sobre los tiempos más apocalípticos, y, desde luego, ha colocado en el top ten de la televisión supuestamente a la carta —a la carta de las grandes plataformas de entretenimiento— las películas de infecciones víricas y catástrofes planetarias, incluídas las de invasiones marcianas tipo Mars Attacks, La Guerra de los Mundos o Independance Day, que se hallan entre mis favoritas. Ya sea el archienemigo procedente del espacio exterior, el Ébola o el cambio climático, todos estos actantes, como diría Bruno Latour, vienen a pasar cuentas con nuestra bárbara civilización, en una suerte de fin de los días y, además, con moraleja, cual si fuesen los bárbaros, azote de Dios, saqueando la Roma disoluta. Pero en realidad, es una imagen parcialmente falsa. Esto va a continuar.

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Personas sin hogar en un aparcamiento de Las Vegas (Nevada) en plena crisis del coronavirus / EFE

El día después va a venir. Cuidado, porque por mucho que nos engañen o nos autoengañemos, otra de las paradojas que dejará todo esto es que nada se va a acabar, sino que muchas cosas que están mal van a continuar igual o mucho peor. Los sin techo alojados en el duro suelo de un aparcamiento en Las Vegas (Nevada), al raso, cada uno, eso sí, en su cuadrícula y a la distancia exigida del otro para evitar el contagio —sin duda, una de las imágenes que dejará la crisis de la Covid-19—hablan de un desastre que ya estaba ahí desde hace mucho tiempo. Y que ahora, cuando todo el mundo es forzado a encerrarse en casa, incluso bajo la amenaza de ser detenido, evidencia hasta el paroxismo el nivel de indecencia de nuestra civilización y no solo de nuestro sistema económico —por decirlo en términos de Weber—.

La magnitud de los sacrificios que se han exigido a los y las verdaderas soldados de esta crisis, es decir, a los ciudadanos y ciudadanas, va a exigir un gran relevo al frente de la clase política

Es evidente que los políticos que teníamos —y hablo en general e inclusivamente— no estaban preparados o muy poco para hacer frente al desastre. Luego no se trata tanto de pasar cuentas con ellos ahora —que también— sino de que vayan pasando. De que vayan haciéndose a la idea que esto también iba con ellos. Eso, unido a la magnitud de los sacrificios que se han exigido a los y las verdaderas soldados de esta crisis, es decir, a los ciudadanos y ciudadanas, desde la pérdida de la libertad personal —salir a la calle— hasta la pérdida del empleo y el cierre de muchos negocios y medios de crearlo, va a exigir un gran relevo al frente de la clase política.

A diferencia de lo que sucedió con los Pactos de la Moncloa de la España de la transición, aquí no hay políticos-promesa por estrenar, sino políticos quemados a los que la realidad —un bicho— se ha llevado por delante

A diferencia de lo que sucedió con el plan Marshall después de la segunda Guerra Mundial, aquí no hay vencedores ni políticos legitimados por una victoria contra el mal —entonces el nazismo, hoy el Covid-19—. A diferencia de lo que sucedió con los Pactos de la Moncloa de la España de la transición, aquí no hay políticos-promesa por estrenar, sino políticos quemados a los que la realidad —un bicho— se ha llevado por delante. Después del coronavirus, salvar la política, y la política democrática, y social, y la dignidad, que es de lo que se trata, exigirá cambiar a los políticos, con todos los riesgos que ello conlleva. Lo sabe todo el mundo, por más que se calle o disimule. La alternativa, y lo siento por Platón y su República, es depender de un gobierno de sabios médicos que también llegaron tarde, o de cirujanos de hierro que, véase el caso de Orbán en Hungría —ante el que Europa mira vergonzosamente hacia otro lado—, aprovecharán la epidemia para instaurar la muerte civil de los vivos.