Consumada la operación Sánchez, el intento de enderezamiento interior y exterior de la decrépita imagen de España como Estado democrático con toneladas de cosmética premium, todo está por hacer en lo que se refiere al conflicto catalán. Todo está por hacer y a diferencia de lo que decía el poeta, todo es bastante más imposible de lo que sería deseable. Si tenemos que hacer caso al nuevo mantra, España no es Turquía, pero quizás no deberíamos olvidar, entre otras cosas, que tiene un ministro de Exteriores partidario de "desinfectar" Catalunya como si fuera una provincia kurda. O armenia.

España no es Turquía si consideramos que el sistema, al borde del colapso, ha mandado a casa al anterior presidente del Gobierno mediante una moción de censura a raíz de la condena por corrupción de su partido, el PP, si bien M. Rajoy podrá volver a desempeñarse como registrador de la propiedad como si aquí no hubiera pasado nada y el siniestro J. M. Aznar vuela libre como los pájaros —y en clase business—. Se nos dice que España no es Turquía o, si lo prefieren, Marruecos, dado que Iñaki Urdangarin, el cuñado del Rey, entrará en la prisión este lunes —otra cosa es por cuánto tiempo, cuestión que ha quedado algo en el aire—. Lo llaman "la nueva situación", el "cambio de escenario", etcétera. Y se escribe y se proclama a los cuatro vientos, en abierta concordancia con el nuevo relato, que el independentismo tiene que cambiar de estrategia: es un buen momento —eso se dice con la boca pequeña o en algún tuit perdido— para que rectifique e, incluso, replantee sus liderazgos.

De repente, el soberanismo tiene más deberes de contrición que nadie por los presuntos pecados cometidos, mientras la otra parte, descontada la dosis de sonrisas y titulares piadosos —"destensar la relación con Catalunya y evitar más dolor"—, no va más allá de pasarse la pelota con el juez sobre a quién corresponde mover a los presos políticos. En estas condiciones, preguntar según qué al independentismo es puro cinismo. Mientras los presos políticos y los exiliados, empezando por el president Puigdemont continúen donde están, España se parecerá más a Turquía que a Finlandia. A los hiperventilados de la distensión se les acumula el trabajo. ¿En qué cuadro de distensión encaja la esperpéntica imagen de los guardias civiles que identifican a castellers en Soto del Real después de levantar pilares en homenaje a los Jordis y los consellers? ¿En qué cuadro de distensión encajan los 45.000 kilómetros de ida y vuelta que han recorrido las compañeras y los hijos de Jordi Cuixart y Jordi Sànchez para poder visitarlos? España no es Turquía, pero a Catalunya la quieren ver como el Kurdistán.

Y entonces, ¿qué tiene que hacer el independentismo? "Ante todo, mucha calma", que decían los de Siniestro Total allá por los años ochenta. Hoy por hoy, más que cambio de escenario, lo que ha habido es un cambio de actores, de compañía; no está nada claro que se esté representando una obra nueva.

El soberanismo tendrá que escoger entre ampliar la base para conseguir la independencia o conseguir la independencia —cuando sea— para ampliar la base

Donde sí se está gestando una mutación interesante es en el patio catalán post-Declaración de Independencia, para entendernos. La vieja pugna en clave soberanista entre las dos grandes fuerzas del soberanismo postpujoliano, la CDC de Mas y la ERC de Carod/Puigcercós y después de Junqueras, que se peleaban hasta anteayer por quién acercaba un poco más el país a la antesala del Estado propio, parece que ha dado paso a una nueva batalla, ahora, por vien quién recoge la cuerda más —y más rápido—. La ERC que acusaba de autonomista al PDeCAT —y que disuadió al president Puigdemont de convocar elecciones, a pesar de la amenaza del 155— quiere ser la nueva Convergència, eso sí, del centroizquierda. El aplazamiento del unilateralismo en la próxima conferencia nacional y la apuesta indisimulada por el acuerdo con los comuns e incluso el PSC son prueba de ello. Y el PDeCAT, que nació para superar a la vieja Convergència como formación de centroderecha independentista, vendería su alma por volver al original autonomista. Lo delatan los rápidos movimientos con la moción de censura en Madrid o la pretensión de rebautizarse por enésima vez con las exitosas siglas de Junts per Catalunya, que dieron la victoria contra pronóstico a Puigdemont el 21-D.

Con todas las sombras que se quiera, la única estrategia ganadora hasta ahora en el espacio independentista, la que ha sumado más apoyos en forma de votos, la que ha resistido más los embates de un Estado enloquecido y más cerca ha situado Catalunya de la independencia, ha sido la de Puigdemont. Los próximos meses, el soberanismo tendrá que escoger entre ampliar la base para conseguir la independencia o conseguir la independencia —cuando sea— para ampliar la base.