Os recomiendo, si no la habéis visto ya, la película Cafarnaúm, una cinta de 2018 ahora en el catálogo de Filmin. La dirigió el libanés Nadine Labaki y ganó el premio del jurado en Cannes. Es la película árabe más taquillera de la historia pero la historia que explica no está centrada ni en el conflicto entre judíos y palestinos -Cafarnaúm es el pueblecito de Galilea donde empezó a predicar Jesús, según el Evangelio- ni tampoco es un melodrama egipcio o turco, como los que últimamente han entrado con fuerza en las plataformas digitales y las televisiones de aquí. Cafarnaúm -palabra que también identificamos con desorden, confusión, mezcla- es una peculiar e impactante road movie que relata el periplo de un niño de 12 años, Zain, por los barrios marginales de Beirut. Zain, que desconoce cuántos años tiene porque ni siquiera lo inscribieron en el registro, denuncia a sus padres ante un tribunal por haberlo hecho nacer.

Es un paisaje humano brutal, el que se describe a ñpie de calle en Cafarnaúm. Pero no es un paisaje extraño, del otro lado del mundo o de otra época. El mar que se insinúa entre los desvencijados bloques de pisos de la urbe libanesa es el mismo mar que veo cada día cuando voy a trabajar, el Mediterráneo. Y el barrio de barracas donde se instala el protagonista, acogido por una joven emigrante etíope sin papeles que trabaja en precario y vive sola con un bebé que cuidará Zain -Cafarnaúm es también una película profundamente descosificadora de la infancia- no es un barrio de chabolas de exposición fotográfica o antropológica que pasó a mejor vida con la Barcelona Olímpica o los planes de barrio del tripartito. Es una villa miseria como las que ahora mismo hay en el Besòs, junto a Montcada i Reixac. O como la nave que fue desocupada por la fuerza en Badalona la semana pasada. 

Lo que en el mundo araboislámico son enormes bolsas de pobreza urbana crónica exportadoras de migrantes sin ningún equipaje más que la ilusión -donde quieres ir, a Turquía o a Suecia? le pregunta un traficante de personas a Zain, que sueña con dejar Beirut atrás- aquí son el efecto de las políticas de explotación salvaje del suelo y la quiebra del estado del bienestar. Con la diferencia que es aquí donde se acaba el paraíso. No se es más de izquierdas o se limpia mejor la (mala) conciencia por denunciar la situación de los migrantes y personas de salud precaria expulsados por un juez y los Mossos de la nave de Badalona sino por llevar a cabo políticas públicas efectivas para impedir que crezca una nueva corona, de miseria, en el área metropolitana de Barcelona.  Y, desde luego, tampoco se arregla nada, como hace el ex alcalde Xavier García Albiol, intentando sacar tajada electoralista del desastre. ¿Qué alternativas tiene el ayuntamiento de Badalona, el AMB, la Diputación o el Estado -administraciones todas ellas gobernadas por socialistas y/o, Podemos y comunes- para las personas sin techo? ¿Y la Generalitat? ¿De verdad que es suficiente con procurarles una estancia de tres meses como máximo en el albergue municipal para que no tengan que dormir en la calle en lo que queda de invierno?

Políticamente es mucho más 'chupiguay' y más barato presupuestariamente hablando -y que nadie me malinterprete- tener todo el día el "todos", "todas" y "todes" en la boca que romperse los cuernos para plantar cara al chabolismo emergente en el área metropolitana de Barcelona

Barcelona, capital que en los últimos tiempos ha perdido grandes arquitectos y urbanistas, auténticos genios de proyección global, referentes como Oriol Bohigas y Ricardo Bofill, también fue una ciudad admirada porque a partir de los años noventa del siglo pasado, con el alcalde Pasqual Maragall, fue capaz de alcanzar un equilibrio interno, si no en la distribución de la renta entre sus barrios, sí en la mejora de los servicios públicos y en la extensión de las oportunidades para todo el mundo. La ciudad de Ada Colau, y no digo que la alcaldesa sea la única responsable porque sería una lectura demasiado fácil y reduccionista, es hoy una ciudad sucia, triste, sin proyecto de futuro, mucho más pobre y, en consecuencia, mucho menos inclusiva que la que pregona el discurso oficial. Además, estamos  en un momento en que en la agenda política y mediática algunos colectivos y minorías de excluidos cotizan más que los otros. Políticamente es mucho más 'chupiguay' y más barato presupuestariamente hablando -y que nadie me malinterprete- tener todo el día el "todos", "todas" y "todes" en la boca que romperse los cuernos para plantar cara al chabolismo emergente en el área de Barcelona.

Son los homo sacer, por decirlo con el filósofo Agamben, que no importan a nadie. Aquellos de quienes, a la postre, cualquiera puede disponer, también la sociedad en su conjunto, con total impunidad. Que ni siquiera están, estadísticamente hablando, incluso si han conseguido sobrevivir al viaje desde el otro lado del mar. ¿Quién se acuerda de las cinco personas que murieron quemadas en el incendio de otra nave ocupada en Badalona, en el Gorg, en 2020?

Proporcionar una vivienda digna -y gestionarlo como es debido- a los migrantes sin recursos y/o los sin techo tiene que empezar a ser una prioridad política. Y cívica. El retorno del chabolismo no se resuelve invisibilizando la pobreza extrema, haciendo como si las víctimas no estuvieran. O echándolas a golpes de porra de los lugares donde se cobijan. O nos ponemos a ello, o algún pequeño Zain nos denunciará a todos en los tribunales por haberle permitido vivir en condiciones que son una vergüenza. Para todos nosotros. Pasa en nuestra casa, aquí. A este lado del Mediterráneo. En Cafarnaúm (el Besòs, Catalunya).