La cultura catalana (a saber, aquellas pautas de conducta y tradiciones artísticas que configuran nuestro marco colectivo de identidad) es y será por mucho tiempo españolísima, paquistanisíssima, americanísima e incluya usted todas las aportaciones exóticas y superlativas que quiera. En este mundo de tránsito frenético y de exilio forzoso, limitar la porosidad de cualquier cultura nacional es idea de zoquetes, pero resultaría igualmente extravagante mofarse del deseo de cualquier país para transformar esta radical porosidad en una cultura institucionalizada que los ciudadanos consideren como propia y que las administraciones estén obligadas a defender sin complejos. Existen múltiples tradiciones catalanas, faltaría más, y también en lo que atañe al origen geográfico de importación: pero asumirlas como propias, incluso si uno las moldea a su gusto, debería ser considerado como algo absolutamente normal.

El problema de la famosa entrevista a Santi Vila en El País no es, por tanto, que discutamos las innegables aportaciones de España o de quien se quiera a la cultura catalana y viceversa, sino precisamente que el responsable del ramo continúe apropiándose de la execrable dicotomía entre una cultura catalana realmente internacionalizada y mestiza (por vía de la españolización y del bilingüismo, faltaría más) en oposición al pretendido afán localista y folklórico de los independentistas que pretenden defender un relato cultural propio, aislados del mundo y colgados en su Walden particular. La caracterización impostora de Vila permite que siempre sea el presunto localista quien deba defender su posición de tolerancia cultural, es decir, que sea el independentista quien recuerde continuamente a todo dios que lee a Proust y a Mandelstam con tal de no ser tachado de jornalero o de poco cosmopolita ante el resto del mundo. 

La discusión, por tanto, no va del mestizaje de una cultura que quiere ser propia de alguien, justamente porque genera lazos afectivos entre los ciudadanos, sino en las posibilidades que ha tenido un determinado colectivo de abrirse culturalmente al mundo en un terreno de juego donde todos buscan la hegemonía folklorizando a sus culturas rivales. Cuando el conseller Vila defiende el proceso soberanista “solamente por razones políticas, de reparto y de organización de poder”, y rehuye hablar de cultura en sus reclamaciones se ahorra con cínica conciencia el recordar las trabas y los impedimentos que los catalanes han vivido con tal de acceder normalmente a su propio patrimonio. El conseller reivindica la cultura como herramienta de liberación individual, y me sumo a ello, pero olvida como la exaltación del bilingüismo y el falso cosmopolitismo español ha sido uno de los motivos esenciales de la castración cultural que ha sufrido su propia tribu.

Que la primera instancia cultural del país, siendo historiador, reniegue de las limitaciones ancestralmente impuestas al colectivo que debería defender es motivo de alarma e inquietud. Pero que, por si fuera poco, pretenda liberar el alma de sus conciudadanos mediante las tácticas que siempre ha utilizado el españolismo para aminorar la supervivencia de la cultura catalana resulta un escándalo colosal. Vila tiene toda la razón del mundo al protestar cuando se le compara con Duran i Lleida, porque –lejos de ser un mero interesado, como el antiguo Virrey– Santi embute su discurso impostor de una mayor perversidad y de un pretendido espíritu constructivo. Fracasado el experimento con Albert Rivera, Vila oposita a ser el nuevo representante del poder español en Cataluña. De momento, no le va mal: eso sí que es un ejemplo ancestral de cultura catalana. Catalanísima, cierto es.