En tres años, hemos pasado de dar el primer móvil a los niños de 12 años de manera generalizada a prohibir su uso en las escuelas y limitarlo a los institutos. Las medidas antimóvil en los centros educativos responden a un movimiento de muchas familias, la mayoría con hijos preadolescentes, determinadas a liberar la adolescencia de móviles. Se reclama prohibir su acceso hasta los 16 o 18 años, mientras convivimos con adolescentes y jóvenes que durante años, en una etapa madurativamente muy relevante, han tenido y utilizado el móvil como los adultos. ¿Por qué? Porque los adultos nos equivocamos.

Después de años de considerar los 12 años como un momento de entrada en el mundo de los grandes, encontramos lógico añadir el primer móvil al ritual social que implica pasar de la primaria a la ESO. Encontramos lógico que si nuestros hijos empiezan una etapa de madurez y autonomía que les permite y les obliga a asumir responsabilidades como ir y volver solos del instituto o tener buenos resultados académicos sin supervisión, de manera similar a los adultos, eso va acompañado de una herramienta que los conecta al mundo de un modo similar a como nos conectamos los adultos hoy en día: a través del móvil y de las redes sociales. Y les dimos la herramienta: su primer teléfono conectado.

Un móvil conectado es la herramienta equivocada durante la adolescencia; la supervisión parental es una quimera

Ahora está clarísimo que nos hemos equivocado. Los 12 años es una edad inadecuada para tener el primer móvil. Un móvil conectado es la herramienta equivocada durante la adolescencia. La supervisión parental es una quimera. Porque tenemos, y esto lo tenemos ya, cinco o seis hornadas de jóvenes como mínimo que han sufrido las consecuencias de lo que nosotros no hemos sabido ni sabemos gestionar como adultos. Una realidad desastrosamente influida por la imagen proyectada en las redes, unas adicciones aterradoras y otras más sutiles pero igualmente nocivas, y una banalización desmesurada de problemas que desde la óptica adulta pensábamos que habíamos erradicado, como el machismo salvaje o el racismo exacerbado.

Nuestra solución pone el foco en los adolescentes, inconscientes y alocados a nuestros ojos. Pongámosles normas y cambiémoslas de un curso a otro, porque nosotros sabemos qué necesitan. Antes era un móvil, pero ahora no. ¿Y si vamos al origen del problema?

Quien dio el móvil al adolescente es quien tiene la responsabilidad de acompañarlo. Las familias tenemos que planificar mejor la iniciación al mundo conectado y acordar las normas de uso del teléfono en el momento en que llegue. Pero la cuestión fundamental, en casa y en la escuela, es el ejemplo. Niños y adolescentes aprenden fundamentalmente por imitación. Si queremos que sean capaces de esperar en el restaurante sin jugar con el móvil, también lo tenemos que guardar nosotros, sin excusas. Si queremos que no dependan de la imagen que se proyecta de ellos en las redes sociales, quizás tenemos que empezar a plantearnos no hacer uso de ellas en los centros educativos. No hace falta que la escuela cuelgue fotos de nuestros hijos en ningún sitio. La fotografía es una gran herramienta de relación con las familias, pero será mucho más provechoso y saludable que no esté distorsionada por todas las capas de intereses que hacen funcionar las redes sociales.