Sabemos que, en realidad, los tres mosqueteros eran cuatro y que los cuarenta años del franquismo fueron treinta y nueve exactamente, de 1936 a 1975. Del felipismo, en cambio, hoy ignoramos si alguna vez veremos su ocaso, si al final Putin nos traerá su solución definitiva a todos nuestros males. O si es que el nacionalismo español autoritario continuará reencarnándose una o varias veces, como hacen indefinidamente los lamas de ese inmenso Montserrat al que llaman Tíbet. Sí, naturalmente, claro, el felipismo no era, y no es, exactamente lo mismo que el franquismo, ni tampoco podía serlo porque resultaban imprescindibles algunas reformas formales que permitieran la entrada de España en aquella Comunidad Económica Europea que presumía de demócrata.

Sí, por supuesto, la misma comunidad respetable que, convertida en unión, miró hacia otro lado durante el golpe de estado contra los votantes catalanes del primero de octubre y que, además, permite los abusos de Viktor Orbán, de Mateusz Morawiecki y los que ya nos tiene reservados Giorgia Meloni, la simpática mussoliniana. Y es que de Felipe González se dicen estos días muchas cosas pero ciertamente no las esenciales, más allá de cuatro vaguedades. Prueba inequívoca de que vivimos bajo un régimen de libertades vigiladas y con la historia reciente permanentemente rehecha en beneficio de la post verdad. Felipe, que por esta antonomasia es conocido, es el gran capitán del lavado de cara del nacionalismo español que quería proyectarse internacionalmente, sobre todo en Latinoamérica. El gran encantador de serpientes, el político español más seductor desde José Antonio Primo de Rivera.

Felipe también fue, y es, de hecho, el principal de los grandes estafadores de la política, el gran maestro del cinismo, hasta límites verdaderamente artísticos. El campeón de la impunidad del poder, del populismo y del latrocinio generalizados bajo las más nobles banderas. Aún recuerdo una lacrimógena entrevista que le hizo Juan José Millàs en el diario del régimen, El País, donde el expresidente se lamentaba de la sobriedad económica de su existencia después de dejar el cargo. “Me gustaría, al menos, algún día, ser propietario de mi propia casa”, dijo. Reviviendo sin saberlo, el modesto programa del president Francesc Macià, partidario de pretensiones modestas pero firmes, para el conjunto de los catalanes, lo sabido de la casita y el huertecito para todo Dios. Sin esa doble moral del felipismo, sin esa cursilería no habría sido posible la cleptocracia que encarnan el rey Juan Carlos, Alfonso Guerra y Narcís Serra, Jordi Pujol y su empresa familiar, Fèlix Millet y Luis Roldán. José María Aznar, Esperanza Aguirre, Francisco Camps. La lista es interminable y afecta a todos y a la mayoría de los partidos políticos del régimen y de las instituciones. El felipismo fue y continúa siendo también una forma de gestionar moralmente una corrupción intolerable. Un modelo de éxito porque en todo el estado español podremos encontrar a miles de ciudadanos que darían la propia vida por defender la impoluta honradez de Franco o Felipe o Pujol o Aznar. Ciudadanos adoctrinados, sin espíritu crítico, que parecen sacados de Corea del Norte.

Felipe todavía sigue siendo el defensor político de cualquier idea y, simultáneamente, de su refutación, dependiendo siempre de los intereses de las personalidades más poderosas. No podemos olvidar que el nombre de Felipe González estaba en la lista del gobierno Armada, con el cargo de vicepresidente, con el que el ejército pretendía llegar a un acuerdo con el PSOE el 23 de febrero de 1981. Un acuerdo entre nacionalistas españoles. Las gestiones, entre otras, fueron llevadas a cabo por Siurana, el alcalde de Lleida del PSC y por Narcís Serra que poco tiempo después, se convertiría en ministro de Defensa. El ultranacionalismo español nunca fue cosa de Julio Feo, ni siquiera de Alfonso Guerra. El supremacismo españolista fue y es la auténtica ideología que encarna Felipe González. Sólo desde esa perspectiva se puede entender el fenómeno de los GAL. Y las entendedoras frases que un día comunicó al entonces periodista consentido del felipismo, Pedro J. Ramírez: “Lo único que debemos negociar con ETA es que si ellos dejan de matarnos a nosotros, nosotros los dejaremos de matar a ellos”. Sin muertes, por ahora, pero con la misma mala leche, esta es clara, nítida, la política del felipismo vigente en la famosa mesa de diálogo.