La guerra se hace como se puede, que para eso es una guerra. Ya sea guerra convencional, entre dos o más ejércitos regulares, novios de la muerte, nacidos para matar y tal, o bien como esta guerra nuestra de independencia tan improvisada, tan entretenida, tan telemática y tan belga, o de implementación que dicen ahora las niñitas de la CUP olvidando que los diputados y las diputadas del pueblo deben hablar como habla el pueblo, sin palabros extraños, tías. Es absurdo que le reclamen al ejército irregular de voluntarios catalanes, a un ejército que no es ejército porque es pacífico y se niega sistemáticamente a la confrontación violenta, que se comporte como un ejército sublime, idealizado, ¿verdad? El soldado catalán contemporáneo, anarquista permanente, ya no tiene nada de almogávar ni obedece ninguna de las normas marciales de, por decir algo, la academia militar de Zaragoza, donde el generalísimo Franco lo tenía todo previsto y determinó que los caballeros cadetes debían dormir en las cámaras de tres en tres porque si dormían de dos en dos se entregaban a la sodomía más bíblica. Y quien dice las sublimes normas españolas dice las de la 10ª. división de Montaña, 2a. brigada de Combate del ejército de los Estados Unidos de América, de donde salió la linda Chelsea Manning.

El independentismo no va por ahí. Es un antiejército perfecto, pacífico y surrealista, informal, afortunadamente más cercano del cachondeo irreverente del ¡Cu-cut! que del homicida ejército colonial de Marruecos. Por este motivo pretende ganar la batalla por el camino retorcido del absurdo y del agotamiento psicológico del enemigo. La guerra del independentismo es una incruenta guerra de guerrillas, tan digna o tan indigna como la que llevaban Carrasclet o el Tambor del Bruch. No sólo hace la guerra como puede sino que, por el momento, la va ganando. Fíjense si tiene tela. De ahí que sea absurdo, ridículo, grandilocuente, calificar al presidente Carles Puigdemont de cobarde por haberse trasladado estratégicamente a Bruselas. La primera obligación del guerrillero siempre es sobrevivir, retirarse a tiempo y volver a atacar más adelante. Carles Puigdemont es tan listo, valiente, digno y glorioso como lo pueda ser, por ejemplo, el famoso héroe conocido como el Empecinado, el brioso guerrillero español que se enfrentó como pudo al ejército de Napoleón. Mientras la retórica de la prensa española parece sacada de Calderón de la Barca repitiendo una y otra otra vez que ·el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”, con la mesura y el sentido del ridículo habituales, la prensa catalana sigue fascinada por el ritual democrático, por las formas, la pompa y la circunstancia del Parlamento, por la fe inmoderada en la democracia, una auténtica superstición política que nos llevará siempre a la victoria. Según una encuesta reciente de El Español, la sociedad española valora como las mejores instituciones, por este orden, la Guardia Civil, el Ejército y la Corona. Y la peor, naturalmente, según nuestros vecinos, es el Parlamento. Qué vergüenza que da España.