Pensaba que ya no se podía añadir más barbarie al caso de violencia machista de Tenerife, pero me equivocaba. De hecho, no me debería extrañar, porque me dedico, desde el análisis, al tema y sé cuántos tentáculos tiene el patriarcado para asegurarse la victoria.

La semana pasada fue muy negra, no solo por eso, pero especialmente, y el hecho de que fuera esperable no lo hace mejor: una de las niñas, Olivia, la mayor —solo 7 años—, fue encontrada muerta en el fondo del mar. Falta la más pequeña, Anna, su hermana de un año. Puede o no estar muerta; para mí, la hipótesis de que el padre, Tomás Gimeno, haya escapado con ella todavía es válida. No sé si lo pienso porque quiero aferrarme a la esperanza de que quede vida o porque pienso que, quizá, en su crueldad inmensa, se ha querido quedar con la criatura y que la madre viva sin saber qué ha pasado con ella, y sin saber dónde está. Es muy pequeña, y su memoria más corta que la de su hermana. Parece que no importa ante una pérdida tan grande, una cosa o la otra, pero me temo que sí. Quiere que la madre de las criaturas, Beatriz Zimmerman, sufra de por vida. Ella misma dice que por eso que no la ha matado a ella.

La culpa, según el cura Fernando Báez, es de la madre porque se ha separado del padre de las criaturas, porque tiene una nueva pareja, por su “infidelidad” y por “robar hijos”

Pero el horror no se acaba aquí, en la violencia machista además del agresor directo, con respecto a los hechos materiales que abren o hacen público el caso, se añaden otros. Los de la comunidad, que quiere decir los vecinos y vecinas, entendiendo el concepto en el sentido más amplio y más estrecho posible: desde la familia a las autoridades, pasando por todo aquel o aquella que se permite hablar del tema sin conocimiento o con la más perversa de las intenciones.

En el caso de Beatriz Zimmerman, la madre de las niñas, se ha personificado mediáticamente en Fernando Báez, un cura que tiene un mensaje bien claro para ella, para la familia, y para la comunidad: la culpa es de ella, de Beatriz, y no de Tomás, el parricida. La culpa, según este cura, es de la madre porque se ha separado del padre de las criaturas, porque tiene una nueva pareja, por su “infidelidad” y por “robar hijos”. No es un comentario como el de cualquier otro precisamente porque es un cura quien lo hace; seguramente un mal cura, pero, en todo caso, cura. La Diócesis de Canarias ha mostrado su rechazo a las palabras de Báez, pero ya está dicho. Y no puedo contar cuántos lo pensarán, aunque sea por un momento; muchas y muchos más de los que lo dirán en público o lo confesarán en privado.