El anuncio del fin de la protección constitucional del derecho al aborto en los Estados Unidos ha iniciado una carrera delirante de muchos estados del país para volver al pasado más oscuro de la amenaza directa a las mujeres y a sus derechos. No es que durante todos estos años —casi 50 en su caso— no se haya producido bastante ruido en torno al tema —también en España—, sino que ahora se ha abierto directamente la veda.

Si hacemos un mapa de las leyes sobre el aborto de los países del mundo, nos llevaremos bastantes sorpresas de la casuística dispar que generan las características concretas de cada ley; en común, sin embargo, la larga lucha por conseguir el reconocimiento del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y, por lo tanto, también sobre el embarazo y los continuos embates de diferentes sectores —también médicos— y organizaciones diversas contra este derecho.

Parece una lucha sin fin que vuelve una y otra vez al punto de partida, con los mismos argumentos, sin poder consolidar el derecho, por el solo hecho de que es un derecho para las mujeres y no para los hombres. Incluso Pérez-Reverte, el escritor —del cual no soy amiga—, lo ve claro: si estuviéramos hablando de los hombres, no habría lugar a discusión.

La protección del aborto no hace que el número de abortos aumente, lo que sí que hace es que estos sean más seguros y no aumenten las cifras de mortalidad de las mujeres

Ahora bien, las cosas de mujeres, para empezar, son de todo el mundo; lo que quiere decir también y principalmente de los hombres, más todavía cuando estamos hablando de decidir sobre la vida. Sin embargo, y por desgracia, es que resulta que así son las cosas, las mujeres somos donadoras de vida y también sustentadoras de vida. La primera es difícil de cambiar porque es biológica, aunque en algún proyecto se debe intentar; y la segunda, que es construida, nuestra sociedad patriarcal y, por lo tanto, los hombres, principalmente, repantingados en su masculinidad tradicional, han hecho y hacen todo lo posible para que no cambie. Lo podemos decorar tanto como se quiera, lo podemos maquillar con o sin religión, pero de lo que hablamos es siempre de lo mismo: de quién tiene el poder y de quién no queremos que lo tenga. Todo eso va de que las mujeres tenemos que dar y sustentar la vida bajo las imposiciones de los demás.

Si en este punto no nos ponemos de acuerdo, hagámoslo, pues, en los hechos. Con o sin ley de aborto, los abortos se siguen produciendo. Evidentemente, cambian las condiciones para todas las mujeres, pero especialmente para aquellas que tienen menos recursos sociales, entre ellos, pero no sólo, el dinero.

Ninguna mujer aborta por placer o porque está aburrida o porque es caprichosa, o cualquier otra animalada que le pase por la cabeza a una persona supuestamente sensata que juzga desde fuera a las mujeres que abortan o se lo plantean. Las consecuencias físicas, psicológicas y emocionales son lo bastante destacables como para no tomarse a la ligera una decisión de este tipo y para que esta pueda y tenga que estar acompañada de los mejores recursos disponibles en todos los aspectos relacionados.

La protección del aborto no hace que el número de abortos aumente, lo que sí que hace es que estos sean más seguros y no aumenten las cifras de mortalidad de las mujeres. Prohibir, ilegalizar los abortos no es la solución para nada, al contrario, incluso cuando se plantea en términos de derecho a la vida, de derechos de las criaturas.

Siempre recordaré el caso de una mujer de 31 años en Irlanda, Savita Halappanava, el año 2012, con un embarazo no viable de 17 semanas, a quien dejaron morir en el hospital, Hospital Universitario de Galway, porque en el país estaba prohibido abortar. ¿Queréis una barbaridad más grande?