Hace muchos años leí una novela en que la familia real inglesa tenía que hacer cola en la oficina del paro porque habían perdido el trabajo. No recuerdo nada más, ni siquiera título o autor, que me parece que era autora, y no tengo tiempo de buscarla, aunque no debe estar muy lejos de donde escribo este artículo. Sólo tengo claro, o estoy segura, de que la compré porque me seducía que eso pasara. Hace mucho que imagino, incluso ansío, un mundo sin reinas y reyes. No me gusta ni siquiera cuando dicen el rey o la reina de la casa. Y tampoco estoy ni para príncipes ni para princesas.

Me he criado en una casa nada monárquica, de hecho, con mi yaya nos reíamos día sí y día también de “el Cametes”; y, en cambio, no nos hacía nada de gracia cuando decían del actual de aquel momento, Juan Carlos, que era “campechano”. Por eso, uno u otro siempre aprovechaba para añadir a su nombre los rumores que para nosotros eran la verdad que no querían que supiéramos. Historias que no podían ser más que eso porque había más periodistas que hacían de agentes de prensa de la realeza española que su trabajo. Rumores, claro, que chocaban estrepitosamente con la imagen idílica que se publicaba a bombo y platillo.

El problema no es quién ha pagado la luna de miel, el problema vuelve a ser que los privilegios de todo tipo de los que disfrutan, aparte del nivel de vida, no son compatibles con una sociedad ni con un estado democrático

Yo no quiero la monarquía española porque sean antipáticos o corruptos o porque se enriquezcan sobre nuestras espaldas —o por cualquier otra cosa que pueda afear su conducta—, sencillamente no quiero la monarquía. No la quiero por principio de higiene democrática; no la quiero porque quiero un mundo, y lucho por él, en que no haya desigualdades entre personas por ninguna razón. Y sé que en nuestro mundo hay muchas, pero hemos conseguido sacar de los papeles oficiales, de las leyes, todas las otras, excepto la desigualdad y por lo tanto los privilegios antidemocráticos que se reservan a la familia real española. No quiero ninguna familia real, pero menos todavía quiero a la familia real española, porque la tengo puesta encima de mis libertades y de mis derechos.

El problema no es Juan Carlos y no se acaba con él, ni empieza con él. El problema es la monarquía y, por lo tanto, todas y todos. Se quiere focalizar en un árbol para que no veamos la magnitud del bosque. Ya pasó con el caso de Urdangarin; volvió a pasar cuando Juan Carlos dimitió —bueno, abdicó, en su hijo—. Su mejor manera de regenerarse como institución es cambiar de cara, aunque esta vez no sé si les ha salido lo bastante bien. Por eso hay en el bando monárquico voces que ruegan, con o sin misericordia, que el rey emérito desaparezca —y no precisamente marchándose al Caribe—. Yo quiero todo lo contrario. No sólo porque, y por pequeña que sea la posibilidad, lo que necesitamos democráticamente hablando es que el rey rinda cuentas y si no lo hace, que cuestionemos y cambiemos el sistema que no deja que pase una cosa tan fundamental en democracia como es que nadie esté por encima de la ley. ¿Cuántas veces se ha repetido eso en España y cómo es que siguen sin tener idea de lo que significa? Y cuando digo el rey, digo todos los reyes y reinas, y la familia que les cuelga. El problema no es quién ha pagado la luna de miel, el problema vuelve a ser que los privilegios de todo tipo de los que disfrutan, aparte del nivel de vida, no son compatibles con una sociedad ni con un estado democrático; y quien diga lo contrario miente vilmente. ¿A nadie más le escandaliza, pero no de ahora, que ningún gobierno de izquierdas en toda la democracia haya puesto en cuestión el papel de la monarquía en general y de la Casa Real en concreto? Y sólo faltaba ahora la propuesta de guiñol que han hecho los comunes. ¡No sé qué da más vergüenza!