Está muy claro: esta Navidad será diferente. Hemos empezado porque hoy —ayer cuando leáis este artículo— dos planetas, Júpiter y Saturno, se han reencontrado después de muchos años, nada menos que cuatro siglos, y con esta singularidad hemos inaugurado el solsticio de invierno y damos entrada a una Navidad que se espera muy muy fría.

Así lo han anunciado las mujeres y los hombres del tiempo y parece que este frío polar que nos cubrirá como un manto poco agradable —cuando menos para mí, que soy amiga de temperaturas altas— es una buena metáfora de cómo nos sentimos. El viernes es Navidad y parece que este año las luces, los ornamentos, no calientan como los otros años, ni las fiestas que anuncian ni nuestras almas. Al menos yo me siento así, cuando a mí la Navidad me ha enamorado de siempre.

Tenemos los corazones tocados, bastante, incluso aquellas y aquellos que no hemos perdido a nadie próximo. Es el desbarajuste general en el que estamos instalados lo que preocupa de fondo, incluso estando sanos. No solo mata la Covid-19, muchas otras Navidades ha habido familias que se han quedado sin alguien y también en muchas otras Navidades no todo el mundo se ha podido reunir siempre como ha querido y con quien ha querido. Lo que es nuevo, es que estas circunstancias sean más generales que antes, y nuevas para muchas generaciones.

La oportunidad que se nos presenta invita a la reflexión sobre todo tipo de usos y costumbres, de ideas y pensamientos, de deseos y de sueños, de valores de vida. El mundo nos ha empujado a una especie de precipicio que nos ha obligado a poner el freno

También es nueva la idea de que un mal trago nos puede llegar en cualquier momento; está en el aire que respiramos, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir. Esta preocupación es un poco curiosa, a pesar de la situación, porque de siempre que nos podemos morir, o enfermar, en cualquier momento —de hecho, en muchos casos solo es un instante lo que hace que de estar pasemos a no estar—, pero hemos vivido de espaldas, muy habitualmente, a esta realidad. Ya me parece bien desdramatizar nuestro final y eso no es un alegato a favor de la inconsciencia o la frivolidad. Lo que no me parece nada bien, nada sano, es que el miedo nos atenace el cuello. Tenemos que dar otro sentido a lo que está pasando, más allá de intentar pasarlo sin incidencias, cuando menos graves.

Hay varias voces que dicen que esta tiene que ser una Navidad para la introspección; no lo sé. No sé cómo tiene que ser; pero la oportunidad que se nos presenta, sin duda, invita a la reflexión sobre todo tipo de usos y costumbres, de ideas y pensamientos, de deseos y de sueños, de valores de vida. El mundo nos ha empujado a una especie de precipicio que nos ha obligado a poner el freno. La realidad que ahora nos rodea, por muchas más razones que solo el coronavirus, no nos permite seguir viviendo con el automático ademán; porque todo ahora tiene que pasar para seguir un camino diferente, a la fuerza o por selección consciente, o por ambas cosas. Hay quien se empeña en no perder su mundo y seguir viviendo la vida como lo hacía hasta ahora; pero no me parece una buena solución. No por nada, porque implica más una huida adelante que una toma de conciencia del momento en el que estamos.

Esta toma de conciencia será diferente para cada uno o una de nosotros, y es muy importante que sea así: eludamos todos los intentos, del tipo que sean y bajo las buenas razones que sea, de uniformizarnos. Que haga frío fuera no quiere decir, en absoluto, que tenga que hacerlo en nuestros corazones: recordemos quiénes somos, quiénes queremos ser y cómo queremos que sea nuestro mundo. Depende de nosotros siempre, incluso cuando no lo parece.

Feliz Navidad a todo el mundo.