Estamos de celebración, y no hablo del anuncio del nuevo gobierno en Catalunya. Es una cosa que de entrada parece más banal, pero no es cierto, porque también nos proporciona un buen reflejo del tipo de sociedad que tenemos. El Barça ha ganado la Champions. Claro que no es el Barça del que normalmente hablamos —seamos culés o no—, no es el equipo masculino de fútbol el protagonista, ni siquiera lo es de alguna otra disciplina deportiva. Es el equipo de fútbol femenino quien se ha llevado la copa. Mi más sincera enhorabuena.

La celebración por eso ha sido más corta, y no vale la excusa de que se hará más tarde. No es que no haya habido alegría, de hecho, el interés según la audiencia del partido deja claro que es grande y, en cambio, el resultado en titulares, tertulias y horas de tele y de calle en general ha sido flojo, descafeinado, solo hay que compararlo con otras victorias del mismo rango. De hecho, pasa en todas las disciplinas, quizá se salva el tenis, pero habitualmente los títulos del país, europeos o mundiales tienen una resonancia u otra si son ganadores o ganadoras los que los consiguen. Y después hay periodistas que tienen la desfachatez de negar que la noticia es construida, cuando siempre y en todos los casos lo es; incluso lo será cuando la haga un dispositivo de inteligencia artificial y no solo por una cuestión de patriarcado y androcentrismo.

Ahora bien, este no es solo un negociado del periodismo, expertos de todo tipo, técnicos y no sé qué otros tipos de perfiles que rodean el mundo del fútbol o de los deportes en general siguen reproduciendo el sesgo de género, voluntaria o involuntariamente, pero con una gran eficacia.

El interés, según la audiencia del partido, deja claro que es grande y, en cambio, el resultado en titulares, tertulias y horas de tele y de calle en general ha sido flojo, descafeinado

Siempre estamos allí mismo. A pesar de cambios evidentes, el valor no es de la cosa en ella misma, sino de quién la hace: no puedo evitar pensar —salvando las distancias también patriarcales— en la diferencia que hacía Marx entre valor de uso y valor de cambio y en lo útil que es siempre esta comparación. Si no, que se lo digan a las jugadoras respecto de sus sueldos, las condiciones laborales y en general todo lo que rodea su profesionalidad en comparación con los hombres que hacen este mismo trabajo.

Ahora no entraré en la calidad del juego, en el espectáculo —en el buen sentido de la palabra— que se ha dado en el campo y otro tipo de comparaciones ridículas o argumentos que normalmente se utilizan para descalificar a las jugadoras, o lo que se denomina juego femenino, ante los jugadores, a los que no se les califica el juego, porque es el juego por excelencia, sea bueno o malo.

No lo haré porque estos argumentos y otros por el estilo son los mismos que se usan en cada situación, ámbito o espacio en el que las mujeres hacen de hombres. Es decir, en todo aquello que en nuestra sociedad tradicionalmente ha sido reservado a los hombres; de manera real o solo en el relato, pero que tiene un gran peso en el imaginario y que necesita de todo tipo de mecanismos de discriminación para poder seguir manteniendo la superioridad masculina. No es necesario ser jugadora de fútbol para saberlo.

Las mujeres nos hemos abierto paso de manera nada amable, lo digo por la resistencia visible o invisible que encontramos por parte de los hombres y de algunas mujeres, en “tierra de hombres” —os recomiendo la película—. Pero ya va siendo hora de dejarnos de tanta categorización y sencillamente pensar en personas, independientemente de su identidad en relación al binomio tradicional de sexo-género. Y mientras no se consigue, pensar sólo en el fútbol.