Hace unos días me indignó que el ministro Salvador Illa encontrara normal saltarse las normas que él mismo impone a la ciudadanía. Ahora Fernando Simón pone todavía más bajo, si era posible, el listón, haciendo mofa sexual de las enfermeras.

Tiene narices, por no decir otra cosa, que el ministro de Sanidad en un país, en plena pandemia, que además tiene los peores resultados en la comparación entre países, de muertos e infectados, que pide normas de cumplimiento obligatorio a la ciudadanía que implican sacrificios importantes, y no solo económicos, se vaya de fiesta.

Alguien dirá: también tiene derecho a divertirse. Sí, claro está, no me parece lo mejor, pero poder, puede hacerlo; eso sí, cumpliendo las normas como todo el mundo. Es más, no como todo el mundo, antes que nadie y mejor que nadie. Todo lo contrario de lo que ha hecho. Además lo ha intentado disimular, lo que todavía es peor, haciendo ver que las cosas no eran lo que parecían para acabar pidiendo disculpas por unos hechos que no se pueden disculpar de ninguna de las maneras por hacerlos precisamente quien los hace.

Sus actos y sus palabras muestran claramente cuál es su sistema de valores y, con todo lo que ello implica, es imposible que el suyo sea un trabajo bien hecho

Sin embargo, ¿ha pasado algo? Nada, aparte de darnos la razón a la ciudadanía, a nuestra protesta e indignación, como si fuéramos niños y niñas de tres años a los que hay que tener contentos y engañados. Solo faltaría que en España dimitiera algún ministro por una cuestión ética. Eso no se lleva. Los partidos acumulan disculpas, si hace falta  —y a veces ni eso —, y piden explicaciones, pero nunca, o raramente, eso implica asumir las responsabilidades; y así nos va. Quiero decir, así nos va de mal a la ciudadanía y por doble motivo. Porque no pasa nada, porque hechos graves no tienen consecuencias y, por lo tanto, el mensaje es nefasto. Y por otro lado, porque la desesperación y la crispación social, de la cual ya tenemos grandes dosis, también se alimentan de estos ejemplos deplorables.

Illa lo solucionó, o eso le pareció a él y a su partido y al Gobierno, dando explicaciones, y ahora él las espera, de hecho las pide, de parte de Fernando Simón; y nada hace dudar que, sean las que sean, todo quedará arreglado y calificado, a lo sumo, de mal momento. A mi entender no hay explicaciones que valgan, no me satisfarán en ninguno de los términos en los que las exprese, porque ha dejado bien claro de la manera más gratuita posible qué son las enfermeras —y por extensión, todas las mujeres— para él. Y porque, no puede ser más grave, ocupa el cargo que ocupa y en un contexto de epidemia como el que tenemos.

Habrá quien piense que se puede desvincular la tarea profesional —de ambos, y de todo el mundo con responsabilidades— ante la pandemia de estos resbalones, o errores o bromas o tonterías; pero lo cierto es que es todo lo contrario.

No se puede, porque sus actos y sus palabras muestran claramente cuál es su sistema de valores y, con todo lo que ello implica, es imposible que el suyo sea un trabajo bien hecho. No el sistema de valores que dicen que tienen, el que intentan mostrar ante la ciudadanía cuando les conviene, sino el que realmente tienen y, por lo tanto, el que guía todas las decisiones que toman. A parte de que hay que acabar de saber, a la luz de su comportamiento, si son rufianes o botarates; porque aunque el resultado de sus actos pueda ser el mismo, no lo es el posicionamiento de partida y, por lo tanto, tampoco la implicación que tienen los hechos.