Que todavía no lo hemos visto todo, ya estaba claro de hace días, y que no dejarán de intentarlo todo, también. Ahora la fiscalía acusa a nueve heridos del 1 de octubre de un delito de resistencia contra los cuerpos de seguridad del Estado. Estaban, aquel día, en la escuela Pau Claris, las imágenes de su escalera llena de manifestantes recibiendo a diestro y siniestro nos acompañarán siempre, como uno de los peores recuerdos del proceso de independencia.

Espero que no dé la casualidad de que estas y estos nueve heridos hayan presentado una denuncia ante el trato y las lesiones que les provocaron y que haya pruebas suficientes de la brutalidad policial como para que el juicio prospere, para que falte tiempo, por parte del Estado, para acusar a las víctimas. Sí, señoras y señores, en España, la tierra todavía es plana. A pesar de que con las arbitrariedades en el tema de las acusaciones, a ti sí y a ti no, que no sólo ha quedado clara en el caso de los alcaldes, la tierra en España ya no sabe qué forma tiene. Por lo tanto, también puede ser que precisamente en estos nueve casos o en otros sólo se aproveche la ocasión de que pasaban por allí.

De hecho, ya se intentó en un primer momento y no prosperó y ahora con el relato más vestido de masas y tumultos y miradas de odio, la fiscalía ya ha hecho el sofrito y está a punto de tirar el arroz. No me parece que sea patrimonio únicamente español, pero el unionismo está haciendo de ello todo un arte: se ha convertido en una costumbre, atacar al contrario acusándolo de lo que ha hecho uno mismo. Yo no he leído el Arte de la guerra, como parece que todo el mundo ha hecho, pero seguro que en algún capítulo habla eso.

No mostrar las imágenes, no querer ver los vídeos, pensar o afirmar que todos están manipulados, puede llevar a hacer cosas muy extrañas a la fiscalía y a la Abogacía del Estado

No es la primera vez que lo digo, quizás sí la primera que lo he escrito, desde que empezó el ataque contra el independentismo fundamentado básicamente en la mentira ―es decir, en tergiversar los hechos de todos los modos posibles― y no en el debate de las ideas y los modelos contrapuestos, a mí me ha perseguido una duda. La necesidad de saber si los que decían mentiras sobre lo que pasaba ―desde el número de gente a la descripción de los hechos ocurridos―, eran conscientes de las falsedades o, sencillamente, daban por bueno un relato del todo inventado sin saber que lo era. Eso tiene una importancia primordial, convierte el escenario de hablar con ánimo de construir y salir adelante de manera democrática en posible o imposible.

No lo he podido aclarar, y ya casi llevamos una década. En un primer momento me preocupaba saberlo de los políticos; ahora, mucho más grave, me preocupa de la judicatura. En esta fantasía tienen un papel preponderante los y las periodistas que inventan, necesariamente, sabiéndolo; porque en todo caso me parece que sigue vigente la norma de que en periodismo hay que comprobar los hechos. En este sentido fue impagable ver en imágenes la supuesta odisea de terror que vivió Ferreras para poder salir entre los manifestantes que había delante del Parlament de Catalunya y comprobar que ciertamente alguien lo increpó, pero que el melodrama lo añadió él. Supongo que para poder alimentar el relato que le convenía tanto personalmente, para convertirse en una especie de héroe de guerra, como colectivamente, para seguir creando y alimentando la violencia de un proceso que no lo es.

No mostrar las imágenes, no querer ver los vídeos, pensar o afirmar que todos ―eso acostumbra a significar sólo los que te conviene― están manipulados, puede hacer ―aparte de vulnerar los derechos de las víctimas que es lo principal― hacer cosas muy extrañas a la fiscalía y a la Abogacía del Estado. Ahora bien, sigo sin entender, en cualquier caso, cómo las pruebas pueden tener un margen interpretativo tan grande.