En mi casa se llamaba a Francisco Franco “El tío Paco”. Así lo llamaba mi abuela, valenciana de nacimiento, que había perdido la guerra, lo había sufrido fuertemente en la posguerra y que, ni cuando ya estaba muerto, podía reírle las gracias en Polònia. Y eso que, si algo tenía mi abuela, era sentido del humor.

Nunca celebro la muerte ni los aniversarios de muerte de nadie; tampoco de los que no aprecio o estimo o, incluso, he llegado a considerar enemigos. Tampoco lo hago en este caso; entre otras cosas, porque la muerte solo es un traspaso y lo que acaba importando es el legado. Y huelga decir que queda claro que, en el 43º aniversario de su deceso, Franco está más vivo que nunca. Y no lo digo por sus seguidoras y seguidores declarados acérrimos defensores del personaje y su obra, que sacan la cabeza con más fuerza cada vez; sin necesidad de peregrinar al Valle de los Caídos. Lo digo por cuán eficaz fue al sembrar su semilla; incluso aquellos que supuestamente son herederos del antifranquismo le siguen haciendo el trabajo sucio. Es acojonante. Necesito decirlo así, y no me disculpo por la grosería.

No me quito de la cabeza, y eso que han pasado días, el discurso de Miquel Iceta el Dia de la Rosa delante de los suyos. En primera fila bastantes personas mayores. No tan mayores como mi abuela, pero con suficiente memoria del franquismo en propia piel como para entender lo que ahora diré. Iceta, muy encendido, se llenaba la boca de lo que no ha parado de decir desde que ha empezado la represión a los políticos catalanes independentistas y a la ciudadanía catalana: “Ya los avisamos”, “Ya lo decíamos nosotros”. Y otras expresiones por el estilo que se traducen en: no se han portado bien y ya sabemos qué les pasa a los que no se portan bien. Eso le decían a mi abuela no las y los franquistas, sino los supuestos hombres y mujeres de bien que conocía de tiempo, una vez había acabado la guerra. Le daban mucha más rabia ellos que el franquismo oficial porque no tenían ni ideales; solo pensaban en aprovechar la ocasión para su ganancia personal. Me parece que era lo que ella más odiaba, y lo entiendo perfectamente.

Hacer este tipo de discurso justifica los hechos —el 155, la prisión, no ver las irregularidades jurídicas y políticas y una infinidad más—, pero hace algo peor: da por bueno lo que los franquistas hicieron con los republicanos terminada la guerra al repetir el modelo, eso sí, actualizado al siglo XXI, en un simulacro de democracia. Muchas y muchos —directa o indirectamente— represaliados entonces se marcharon a casa con una justificación, trasladada en el tiempo, de lo que les tocó vivir pasada la guerra. Ya sabes a qué te arriesgas si quieres cambiar el mundo.

Me hizo tanto daño como si hubiera estado en la misma posguerra; en el “bando equivocado”, claro. De hecho, todavía lo estoy, como los miles de familias que seguimos conviviendo en un Estado que ha blanqueado el régimen gracias a los partidos políticos democráticos. Eso sí es un win-win en toda regla. Me llegó al alma ver a tanta gente desamparada, huérfanos de razón; aunque la razón, precisamente por intoxicación, sea lo menos despierto en este momento. Me imagino los sentimientos encontrados. Es mucho peor esto que la tumba, las calles y los monumentos que todavía arrastramos, aunque lo uno, evidentemente, aguanta lo otro.

Ninguna sorpresa, pues, por el pacto del CGPJ entre el PP y el PSOE; ninguna sorpresa porque el actual Gobierno haya dado tantos cargos y reconocimientos a simpatizantes y miembros del Gobierno saliente; y eso que los echaron. Si no fuera tan fácil de entender, no se entendería nada.

Ninguna sorpresa, pues, a pesar del esperpento, ante el hecho de que la vicepresidenta Calvo hable de la “dignidad de nuestra democracia” y de “el extraordinario buen nombre de España en el mundo”, y de que algunas y algunos de los que contestan estén en el exilio o en la prisión. En el caso de los Jordis, Cuixart i Sànchez, 400 días ya. No hace falta que los franquistas se signifiquen, al contrario; es un error de estrategia.