Me tomaré literalmente el título de Rodoreda, aunque sé que es precisamente lo que no representa su novela. Cuánta, cuánta guerra... Si alguien nos mira desde fuera, pensará que no podemos vivir sin ella. La historia de la humanidad está llena, y no sólo hablo del pasado en términos lejanos, hablo de las generaciones vivas, y también próximas ―y por lo tanto, de Catalunya― de los que estamos ahora y aquí. Todas hemos tenido una o más de una, en directo o en diferido, que, evidentemente, no es lo mismo, pero que hace que el miedo esté siempre presente.

En mi caso, por año y lugar de nacimiento, no me ha tocado ninguna guerra ―no las rifan en la tómbola, pero tampoco lo son por las causas que se alegan―, en su definición al uso; pero he crecido sabiendo que la guerra era una amenaza a mi vida, en el sentido físico, y a mi forma de vida.

En casa, de la guerra ―me refiero a la española, a la Civil―, se hablaba poco y pesaba más por lo que no se decía que por lo que se decía; que no era nada bueno, dado que la habíamos perdido.

Recuerdo perfectamente ―veo imágenes solo con decirlo― los telediarios de la Guerra de Irak y de la Guerra de Bosnia; y más en sordina, de otras guerras más grandes o más pequeñas, pero guerras todas. De las películas no hablo, ni de las antiguas tampoco.

Tendríamos que pensar, y mucho, en cuál es el rastro de muerte que acompaña nuestro devenir en este planeta

Cuánta, cuánta guerra... No lo ponemos nunca como rasgo destacable de nuestra civilización común, pero lo cierto es que lo es, tanto como las mejores de las conquistas ―ahora en sentido figurado― que ponemos, como humanidad, en nuestro currículum. El problema es que si sólo hablamos de la mitad de lo que somos, nunca seremos algo mejor; más todavía si un momento u otro hemos considerado, y seguimos considerando, que la guerra fue o puede ser una cosa buena. No deseable ―para a la mayoría, pero no para todo el mundo―, pero necesaria. Que es como decir que matar es un pecado, excepto cuando me dan una medalla.

Tendríamos que pensar, y mucho, en cuál es el rastro de muerte que acompaña nuestro devenir en este planeta. Seguramente no ahora, pero ahora también. En todo caso, lo tendríamos que haber hecho, y es muy posible que sigamos sin hacerlo, a pesar de todos los esfuerzos colectivos e individuales que existen por la paz, si seguimos considerando la guerra como inevitable. Y lo hacemos. Sólo tenemos que pensar en cosas como la ofensa o el peligro, ambos en un sentido amplio ―casi nunca en la injusticia, por una cuestión de reparto del poder― y si añadimos una frontera, pues ya lo tenemos.

Ciertamente, siempre hay alguien que la empieza, y quizás eso sí que no lo podremos cambiar nunca. Pero tampoco hemos puesto nunca las condiciones para que nadie la siga, o en todo caso, muy pocas y pocos. Para que ese alguien se quede solo. Y no me pongo a distinguir quién es el que tiene razón y menos todavía qué es lo que es justo o injusto, bueno o malo... No es esta una postura cómoda, es la más incierta, pero la única posible para desterrar la violencia como herramienta. Nadie gana nunca en una guerra, pierde todo el mundo; ciertamente, mucho más quien pierde la guerra. No gana quien muere, pero tampoco quien mata; por mucho que viva, porque la violencia es voraz por naturaleza.