Se va instalando el mensaje, especialmente en el discurso de los medios de comunicación, que estamos en guerra, y nada más lejos de la realidad. No es que la situación no sea difícil, todo lo contrario, y que teniendo en cuenta la anormalidad de lo que ocurre no sea fácil caer en el lenguaje con el que se relatan las acciones bélicas como recurso para describir la situación extraordinaria que ahora vivimos. Sin duda la sociedad lucha en su conjunto —cuando menos, la mayoría— para paliar y detener las consecuencias negativas de la epidemia del coronavirus. Las y los sanitarios están trabajando más allá de sus fuerzas para intentar que, vistos los medios, la población tenga la mejor atención posible; y muchos otros colectivos trabajan en otros ámbitos para erradicar o controlar el virus; o para que la vida de la ciudadanía se vea lo menos alterada posible en su cotidianidad. Pero no estamos en guerra, ni esto es una guerra, y hablar de guerra no es una metáfora, sin más, de lo que está pasando. Aparte de que utilizar el término no ayuda nada —de hecho es del todo contraproducente— a lidiar con serenidad el ataque de la epidemia.

¿A quién le interesa que la situación que estamos viviendo pase a ser considerada una guerra? La respuesta es muy sencilla: a los militares

¿A quién le interesa que la situación que estamos viviendo pase a ser considerada una guerra? La respuesta es muy sencilla: a los militares, en general, y, especialmente, a aquellos, y utilizo con toda intención sólo el masculino, que tienen el rango más alto. La razón, no una, muchas, y las más obvias; pero ninguna constructiva, por mucho que haya alcaldesas y alcaldes que les encarguen construir cosas. No en un estado como este en que el ejército y, en general, los cuerpos de seguridad públicos no saben y no respetan el papel que tienen que tener en una democracia. En un estado en el que tienen, quieren y se cogen más protagonismo siempre del que tendrían que tener y más protagonismo del que los responsables políticos —insisto, de una democracia— les tendrían que permitir.

Cuando vi, la semana pasada, ya no recuerdo ni el día, una rueda de prensa del Gobierno para hablar del Covid-19 a, de cinco personas, tres con uniforme me puse en alerta sin quererlo. Dejé la información de lado —también fue tan decepcionante y tan imprecisa que la pude obviar muy fácilmente a pesar de la importancia del tema— y pasé del estado de la cuestión a fijarme en la simbología de la puesta en escena y en el tipo de discurso. Y tanto que todo el mundo puede ayudar, pero cómo se resuelva la situación está directamente relacionado con quién se coge o a quién se le da el protagonismo, y por este camino pintan bastos.