Lo que me llegó a mí en mi infancia ―nací el año 65― fue mucho más la parte anecdótica de las idas y venidas a Perpinyà que el vínculo de la ciudad con la lucha política antifranquista; pero, en todo caso, era lo mismo. Ir a ver películas no necesariamente “porno”, que también, e, incluso, ir a comprar cosas que aquí no se encontraban estaba unido por el mismo anhelo: disfrutar de la libertad que tenían en Francia y que no teníamos en el estado español. Entonces pensábamos que el problema residía en vivir en un estado dictatorial y no en una democracia; ahora ya sabemos que el problema es sencillamente vivir en España.

En la primera parte de la segunda mitad del siglo XX, pasar la frontera era poder estar en Europa, en el mejor de los sentidos de la palabra, estar en un país democrático y disfrutar momentáneamente de los derechos que allí tenían. Exactamente lo mismo que ha pasado este sábado 29 de febrero del 2020, en pleno siglo XXI. Los y las catalanas, y todo el mundo que vive en el Estado, todavía tenemos que hacer un viaje al país vecino para disfrutar de nuestros derechos democráticos. ¡Cuántas y cuántos de los que allí estaban, mayores que yo, recordaron los viajes anteriores pensando que no los tendrían que repetir y resulta que todavía no han hecho el último a pesar de los años que han pasado! Incluso la fecha me parece una alegoría de la situación: no tenemos 29 de febrero cada año.

Es el problema que tiene España, sus dirigentes, su intelectualidad y sus poderes fácticos: que todavía piensa que el mundo funciona como ella. O que es lo mismo, que su forma de funcionar y de entender el mundo es la única buena

He leído uno y otro día cuánto dinero y cuántas acciones ―lo diremos así― ha llevado a cabo el estado español, y sigue llevando a cabo, con o sin España Global y Borrell, para vender en el mundo una imagen de democracia. Vaya por anticipado, imagen del todo fallida. Todas las campañas y todas las conjuras no han servido para nada, o para bien poco, ante otras noticias, pero especialmente ante las que han llenado este fin de semana los diarios no españoles sobre el acto independentista en Perpinyà. Ahora bien, este, aunque no lo parezca, no es el problema más grande que tienen. La imagen de más de un centenar de miles de personas aclamando a un presidente y dos miembros más de un gobierno electo y legítimo, perseguidos por la justicia española y privados de su derecho político por el estado español es muy potente; da grandes fotos y hace poner la oreja, pero lo que es impagable es el comportamiento de los líderes políticos españoles ante la situación.

¿De verdad piensan que pueden pedir explicaciones a líderes democráticos de otros países no sólo sobre derechos de la ciudadanía sino sobre sus derechos como cargos electos? En España, no sólo no saben que es la democracia, sino que no saben cómo funciona en una buena parte del mundo. Es el problema que tiene España, sus dirigentes, su intelectualidad y sus poderes fácticos: que todavía piensa que el mundo funciona como ella. O que es lo mismo, que su forma de funcionar y de entender el mundo es la única buena.

Ni el mejor publicista puede vender de manera sostenida y creíble un producto inexistente. Tendrían que utilizar para la campaña contra el descrédito que se han ganado a pulso el eslogan “Una democracia diferente”, porque este mensaje no habría chocado con lo que pasa dentro de las fronteras del Estado ni tampoco fuera de las mismas y haría, seguro, más atractivo el producto.