He visto atletas que, después de un partido de bimba o de ganar un asalto de esgrima por la mínima, corrían locamente a abrazar a su entrenador, lo estampaban con adorable ferocidad contra la pared de un polideportivo cualquiera y esperaban felices que acogiera toda su musculatura en un abrazo de flujos donde los órganos perdían el contorno. También he visto muy a menudo cómo las chicas en flor, bien conscientes de su miel, aprovechaban el tedio del aula para acercarse al profesor, y jugaban a dados con su seno, la cadera o un invisible espacio de la muñeca para que acabara rozando el brazo de aquel pobre bobo, engrandecido por el extraño poder de la tarima. He visto contactos fortuitos que han derivado en auténticas tormentas de esperma, miradas de desdén que han desencadenado orgías frenéticas, o incluso, bofetadas llenas de ira que se han sellado con coitos de una dulzura casi infantil.

Cuando vivía de noche, aprendí a desvestir los cuentos de los límites y a poner en duda cualquier declaración solemne (y mira que hice de notario, incluso de algunas firmadas con sangre). No os imaginaríais los trapicheos que ocurren entre las sombras. Hay mujeres que juran no querer un beso y —vertidas a un mar de saliva por el timón de una lengua— acaban pidiendo cien mil más, provocando que el temerario se sorprenda casi ahogado de cómo puede llegar a dolerle la boca. Hay cosas que no se quieren bajo ningún pretexto, como la vía alternativa, hasta que el arte de magia de una boca bien entrenada y la cadencia rítmica del barroco hacen ensanchar incluso orificios de cemento para así descubrir un placer que es una suma de gozo, vergüenza y suciedad. Si fuera por un diálogo consentido, esta bella usanza todavía permanecería desconocida, al lado del cadáver somnoliento y polvoriento de Ramsés.

Los hombres y las mujeres nos seducimos y amamos a base de traspasar los límites, gracias al arte de dejar en ridículo las leyes de la moral y los límites que pregonamos cuando estamos en tertulias donde todo el mundo tiene las cosas claras

Los hombres y las mujeres nos seducimos y amamos a base de traspasar los límites, gracias al arte de dejar en ridículo las leyes de la moral y los límites que pregonamos cuando estamos en tertulias donde todo el mundo tiene las cosas claras. Contra aquello que decían los imbéciles alemanes del siglo XIX, los humanos perpetramos estas artes a base de hacernos daño (que es la práctica donde más sobresalimos, dicho sea de paso). Los hombres hemos herido a las mujeres a base de los dos únicos oficios en los cuales las superamos: la fuerza bruta y la vanidad. En justísima venganza, ellas se han dedicado a humillarnos cruelmente a base de hacernos sentir absolutamente incapaces de amarlas como dicen merecer. Esta es la parte más sublimada de aquello que los cursis denominan la lucha de sexos. En el terreno de la corporalidad todo pasa de una forma muy procedimental: siempre acabamos cediendo a la piel ajena de una forma mucho menos racional que la imaginada.

La historia funciona por magmas incontrolables de oleadas culturales. Hoy por hoy, las mujeres disfrutan con el cambio de paradigma: por primera vez, ven toneladas de machos encorbatados con mucho miedo, midiendo cada gesto y girándose de espalda en los restaurantes antes de decir la palabra "puta" en un chiste malo. Entiendo este nuevo narcisismo: por mucho que hayan vivido todo aquello que he descrito antes de una forma bien consciente, disfrutan pudiendo dirimir la historia y juzgando todos los crímenes del pasado. Es así como dicen orgullosamente a los machos que caerá quien tenga que caer y que, si resulta necesario, construirán una prisión tan grande como el Vallès para meter a todos aquellos monos que han excusado eso de sobarlas en la cultura de la seducción occidental (masculina). Poder reescribir la historia no pasa cada día, eliminar todo aquello de borroso que hay en la ambigüedad moral tampoco. Ni el Santo Padre es capaz.

Yo lo vivo tranquilo y feliz, esperando el dictamen que me otorguen. Pero yo he visto lo que he visto. Y sé que lo he visto, creedme.