He escuchado la nueva canción de los The Tyets y he recordado la vez que me prohibieron asistir a una boda con alpargatas de set vetes. No me lo impidió la Guardia Civil, ni siquiera a mi madre, sino la novia del bodorrio y ahora ya exmujer de un buen amigo. Como siempre que hay que vestirse de gala entre los meses de mayo y octubre, decidí prepararme con unas espardenyes de color grana para asistir a la ceremonia, que se celebraba en Sevilla. Hacían juego con el outfit que llevaba, de color rojo rubí, pantalones de pinza anchos, americana abrochada y camisa blanca. El día antes de todo, sin embargo, haciendo unas copas a orillas del Guadalquivir, cuando osé comentar que al día siguiente iría sin corbata y con alpargatas, la chica de mi amigo entró en cólera, me dijo que existía un dress code específico para la boda y con afecto, pero con contundencia, me dijo que "estamos en Sevilla, ¡no vas a ir vestido como si fueras en bailar sardanas!".

Aquella noche me sentí como mosén Cinto Verdaguer cuando fue a recoger los Jocs Florals de Barcelona con alpargatas, barretina y faja, despertando el hazmerreír maléfico de los asistentes en el Saló de Cent. Un servidor no tuvo valor de hacer como él, sin embargo, por eso al día siguiente, mientras paseaba por Sevilla buscando un calzado apto y una triste corbata, traicioné ligeramente el lugar de donde soy, que es la peor manera de traicionarse en uno mismo. Finalmente me compré en un bazar chino unos zapatos negros, relucientes y de punta fina que me otorgaban un aire a medio camino entre comercial de Tecnocasa y narcotraficante napolitano con negocios en el puerto de Marsella. La corbata, que también era de imperativo legal para estar presente en la boda, acabó de deshumanizarme del todo. Mi cuerpo estaba presente allí, pero yo, vestido como un jefe de planta de El Corte Inglés, no era aquel. "Yo es otro", le dije citando Rimbaud a una simpática amiga de la novia con quién hice unos bailoteos mientras cantábamos a pedir de boca algún hit de Café Quijano, pero ni ella me entendió ni a mí aquellos zapatos me dejaban bailar de tanto daño como me hacían los pies. Y de tanto como me dolía el alma.

En un mundo cada vez más globalizado y donde todo es cada vez más uniforme y menos genuino, mantener vivos los elementos más auténticos de nuestra identidad es tan contracultural que se acaba volviendo moderno

Me habría gustado escuchar el nuevo single de The Tyets con ella, de hecho, para explicarle que el sonido de una cobla me pellizca el corazón igual que a ella debe agarrarle el espíritu un cante jondo en algún tablao flamenco. No conduzco el coche escuchando una playlist de La Principal de La Bisbal, evidentemente, pero cuando escucho una sardana hay alguna cosa que se despierta dentro de mí, quizás porque la música es como la lluvia: remueve y aviva las raíces. En un mundo cada vez más globalizado y donde todo es cada vez más uniforme y menos genuino, mantener vivos los elementos más auténticos de nuestra identidad es tan contracultural que se acaba volviendo moderno, por eso Coti x coti es más que una canción y más que un videoclip, al igual que lo fue en su momento El dolor de la bellesa de Roger Mas con aquel magnífico acompañamiento de la Cobla Sant Jordi, un auténtico himno telúrico contemporáneo. Si Woody Allen decía que cada vez que escucha Wagner tiene ganas de invadir Polonia, yo cada vez que veo en Youtube aquel temazo en directo en el Teatre Comarcal de Solsona tengo ganas de volver a conquistar Sicilia, Nápoles y aventurarme hasta Neopatria.

Cuando fuimos los reyes del mundo, en el día más importante de la historia de Barcelona, Montserrat Caballé y Josep Carreras dijeron 'Hola!' al mundo calzando unas alpargatas y cantando la sardana Benvinguts mientras un centenar de sardanistas bailaban cogidos de la mano en plena ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, pero treinta años después se hace difícil imaginarse una situación idéntica si aquello se repitiera. Ahora que los anuncios de cerveza les patrocinan jóvenes segadores de Lleida que dicen vivir mediterráneamente, quizás la canción de The Tyets sirve para que algún publicista de los que cobra más que yo se dé cuenta que para hacer anuncios sobre mediterraneidad, sean con campesinos o con pijos haciendo paellas cerca del mar, hay que incluir gente con espardenyes de esparto, como Dalí cuando tomaba el sol con set vetes en Cadaqués. Es más, quién sabe si la canción de Coti x coti acabará sirviendo para que este verano alguno de los festivales patrocinados precisamente siempre por la misma marca de cervezas se encuentre con un montón de jóvenes calzando alpargatas, ya sean del modelo de carretero, de tabernero, las valencianas, las de Valls o las de estilo igualadino, personalmente mis preferidas.

Sin símbolos propios, una tribu deja de ser una tribu, pero solo hay una manera que estos símbolos sean respetados y no se vean como una mera anécdota ridícula, folclórica y hortera digna de cuatro friquis: defendiéndolos, reivindicándolos y, sobre todo, naturalizándolos

Si eso pasara, querría decir que todavía queda gente que no se avergüenza del rincón de mundo donde ha nacido, ya que hacer una canción como Coti x coti para un grupo urban de reggaeton en catalán es un riesgo tan grande como pretender ir con alpargatas a una boda andaluza, pero también una necesidad. Sin símbolos propios, una tribu deja de ser una tribu, pero solo hay una manera que estos símbolos sean respetados y no se vean como una mera anécdota ridícula, folclórica y hortera digna de cuatro friquis: defendiéndolos, reivindicándolos y, sobre todo, naturalizándolos. Es decir, haciendo el contrario de lo que yo hice aquella vez en Sevilla. Es así como un día, de repente, Lauren Bacall hace como Dalí y aparece en películas de Hollywood como Cayo Largo con espardenyes atadas al tobillo, igual que años después haría Yves Saint-Laurent, cuando, habiéndose enamorado de unas alpargatas de la firma Castañer, apuesta por incorporar nuestro calzado nacional al mundo de la moda hasta el punto que hoy, en Nueva York, hay zapaterías donde las set vetes que llevaba mi abuelo para coger lechugas del huerto cuestan 140 dólares y tienen por clientes a Gwyneth Paltrow, Penèlope Cruz o Scarlett Johansson.

Ni ninguna de estas divas sabe bailar sardanas ni yo sé si en el próximo Canet Rock de turno habrá miles de adolescentes renunciando al perreo, cogiéndose de la mano para hacer un corro y dejando en el centro una pila con riñoneras o tote bags para ponerse a bailar sardanas con los brazos levantados, pero sé que los The Tyets han hecho, a su manera, lo mismo que hizo Verdaguer hace un siglo y medio, lo mismo que hizo Miró pintando un cuadro como La Masia o lo mismo que hizo Carla Simón hace un año en la Berlinale con Alcarràs: decir bien alto, y a su manera, que no hay nada más universal que lo que es local. Por eso, desde aquella boda casposa en Sevilla, debo haberme comprado ya dos o tres alpargatas más, de diferentes colores e incluso unas sin cordeles, y por eso me las he puesto en todas las bodas que he asistido desde entonces. Por este motivo hoy me gustaría volver años atrás, volver a aquel bodorrio en una venta de Villanueva del Ariscal, petarme el dress code, ir con set vetes y al bailar con aquella chica, cuando me preguntara por qué llevo un calzado de campesino, arremangarme la pernera del pantalón mostrándole mi pie y decirle "yo soy eso". Cuando me preguntara por qué no llevo corbata, decirle "yo soy así". Y cuando me preguntara de dónde soy, sacar el móvil, ponerle el videoclip de los The Tyets, señalarle con el dedo la pantalla del móvil y decirle "yo soy de aquí".