Eso han debido pensar cuando los marroquíes —y, por extensión, muchos magrebíes— salieron llenos de gozo a celebrar la victoria de su equipo de fútbol sobre el español en los democráticos campeonatos balompédicos del mundo de Qatar. Estos ciudadanos extranjeros —un buen puñado de ellos bastante integrantes en nuestra casa— salieron a la calle civilizadamente, mucho más que los indignos del país cuando celebraron en 2010 el Campeonato del Mundo de La Roja, en plaça Espanya. Entonces la fiesta no acabó nada bien, especialmente para quien perdió el bazo y otros heridos, detenidos y perjudicados por los disturbios.

Dejando de lado que no he comprendido nunca y, en consecuencia, no he participado nunca en público los gozos deportivos de los otros —el deporte es de los mercenarios gladiadores—, los vecinos del sur —ahora convecinos— no se comportaron como algunos esperaban que se comportaran, sino que se comportaron como lo que son: personas civilizadas que conviven en aceptable buena armonía en un país foráneo que cada vez es más suyo, empezando porque es el país de sus hijos y nietos.

Que no se comportaran como era esperable por parte de los patriotas —españoles y catalanes, aquí, como en otras cosas, van de la mano— es una buena señal. No es que hayan dejado de ser lo que se creía que eran; es que, en este sentido peyorativo de la palabra, no lo han sido nunca. Como no hay charnegos ni polacos [sic], por ejemplo, en el sentido despreciativo de las palabras.

No tiene mucho sentido haber oído, como se ha oído, el peligro de los marroquíes si ganaban a España. La furia contenida en este epíteto degradante denota la indignidad de la cual disfrutan quienes así se manifiestan. Su ofensivo gentilicio les ha salido por la culata: nuestros conciudadanos venidos de fuera se han comportado como corresponde también allí de donde vienen, pues no son salvajes, como la denominación que les dan los tarados quiere hacernos creer.

Han demostrado a aquellos que se creen superiores —superioridad ficticia que es fruto exclusivamente del azar del lugar de nacimiento, hecho en el cual no tenemos nada que ver— que la urbanidad no es patrimonio de las razas superiores, entre otras cosas, porque solo hay una raza: la humana. Saber estar a la altura de las situaciones es, sin embargo, patrimonio bastante exclusivo de la gente de bien, gente lo bastante extendida por el mundo, para poder ir tranquilo por todas partes. Youssef Joudi no parece la excepción, sino la regla y progresión en el crisol de culturas y mestizaje que es el futuro que nos espera, provechoso, por descontado. La pura raza solo para los caballos.

Patrimonio, sin embargo, del que carecen algunos alumnos de un instituto de Sant Vicenç dels Horts, al expulsar a dos compañeras catalanomarroquíes del WhatsApp compartido, expulsión que aprovecharon para cubrirlas con su retórica odiosamente racista.

En fin, nuestros vecinos no son lo que eran —ni lo han sido nunca—, pero bastantes indígenas nuestros todavía están por civilizar. Cosa que demuestra de dónde salen los votos de la extrema derecha y en qué lugares que no son la escuela aprenden, de hecho maman, lo que es mucho más que gamberradas juveniles. La familia, amigos y compañeros socializan mucho más que la escuela, que no puede dar más que un riego, que el entorno de los escolares ni adoba ni cultiva como es debido. Sino al contrario, siembra cizaña, en abundancia y a gusto. De aquí sale lo que sale, a pesar del empuje de la educación formal. Los energúmenos caseros siguen siendo los energúmenos caseros.