Es más que sabido que el CGPJ lleva casi cuatro años con el mandato caducado. Si fuera un alimento haría tiempo que se hubiera tirado a la basura. Además, de acuerdo con una ley ad hoc para nombrar a los dos magistrados del TC que ahora le toca, junto con dos más del Gobierno, ha dejado pasar el término que venció ayer martes con una excusa tan fuera de lugar como ininteligible.

¿Todo esto cómo es posible? Pregunta legítima de la ciudadanía. Además, ¿cómo es posible en un país donde desde el poder, por corrupto que sea —y tenemos muestras de corrupción en abundancia— se esgrime el cumplimiento de la ley como divisa del Estado?

Solo es posible si quien perpetra estas fechorías es judicial y políticamente impune, es decir, es irresponsable total. Impune en el sentido literal del término: ningún procedimiento legal se puede poner en marcha para hacer cumplir a ley a un grupo de vocales amotinados que ha secuestrado el servicio público de la Administración de Justicia —eso sí, cobrando cada mes diez mil euros brutos, los que sean miembros de la Comisión permanente—, perjudicando a los ciudadanos y a los jueces rectos y cumplidores, que los hay.

Dejar de nombrar a los magistrados del TC que corresponde al CGPJ es una alteración gravísima en el funcionamiento, por otra parte no siempre ejemplar, de los poderes básicos del Estado. Pero no es un delito ni está sometido a ningún tipo de responsabilidad política o disciplinaria. A diferencia de los magistrados ordinarios, de los del TC o los del TEDH, los vocales del Consejo son inmunes a cualquier tipo de responsabilidad. Ni siquiera responden, como ya se encargó de manifestar un difunto presidente del CGPJ, ante la cámara parlamentaria que los ha nombrado. Algo insólito, ciertamente. Se confiere el poder de administrar la Justicia —seleccionar, formar, designar, trasladar, sancionar o premiar a los jueces y magistrados— y no tienen que rendir ningún tipo de cuenta por esta función o su abandono. La irresponsabilidad es incasable con el Estado de derecho. La culpa, formal, radica en una ley orgánica del poder judicial —y en el defectuoso título sexto de la Constitución— de una malísima factura mil veces reformada según conviniera a los reformadores de turno y que cada vez más está pensada como un reglamento de personal que como una dotación de infraestructura a un poder del Estado, como son los jueces y magistrados.

Pero la responsabilidad no es solo, en el presente aprieto, la del nombramiento por parte del CGPJ de dos magistrados del TC, tal como prevé la Constitución, sino que reside en unos partidos políticos que han empeorado todavía más lo que los italianos denominan la lottizzazione de las instituciones, es decir, el nombramiento de cargos institucionales en función de las cuotas de poder de cada partido.

Con un morro comparable solo con su nivel de corrupción acreditada —y todavía por acreditar— tanto económica como política, el PP se niega en redondo desde hace casi cuatro años a renovar el CGPJ, siguiendo las pautas de la ley que vía rodillo parlamentario el mismo PP aprobó. No es el momento de ningún tipo de excusas. La ley pepera, hasta que se derogue, es ley y, por lo tanto, el PP también la tiene que cumplir. No se puede escudar en excusas como recomendaciones —no mandatos— de organismos internacionales sin competencia en materia judicial, porque lo que todo el mundo convendrá es que, habiendo una ley, esta se tiene que llevar a cabo punto por punto.

Lejos de eso, el PP y un grupo de magistrados, ahora vocales nombrados a propuesta del PP (Antonio Ballestero, Nuria Díaz, Juan Manuel Fernández, Juan Martínez Moya —miembros de la permanente—, Carmen Llombart, Ángeles Carmona, José María Macías y Gerardo Martínez Tristán) en ilegítima conchabanza se conjuran para saltarse la Constitución, Constitución que finalmente se saltan desde hace más de 3 años y nueve meses.

Sea como sea, los vocales autocolocados fuera de la ley llevan a cabo sus ilegales planes gratis total, porque saben —son juristas— que el coste jurídico y político es nulo. Y el de sus padrinos, igual. Qué pocas lecciones de democracia y de buena administración puede dar esta tropa que haría de primera las que mencionaba, quejumbroso, Romanones.