Eran las 19:18 h del 26 de agosto de 1978. La plaza de San Pedro del Vaticano se preparaba sin saberlo para el primero de los dos cónclaves de aquel inédito año en el que el mundo tuvo tres papas (quizás la historia se repetirá). Con solo cuatro votaciones y después del primer día en que se escogía al sucesor de San Pedro salió elegido Albino Luciani, patriarca de Venecia, que escogió el nombre de Juan Pablo I. Se lo conoce por su breve pontificado (33 días, y murió en extrañas circunstancias) y porque fue un papa sin estridencias. Aquella tarde de la elección, la Capilla Sixtina hervía, y no se podían abrir las ventanas. Los cardenales electores pidieron al Espíritu Santo (con el maravilloso canto del Veni Creator Spiritus) que los asistiera. El candidato ideal tenía que ser italiano, como Dios mandaba, hasta que aquel octubre de 1978, en el segundo cónclave llegaría la sorpresa polaca con Karol Wojtyla. Así fue, y el escogido fue italiano, un hombre sencillo y alejado de la fuerza de algunos preferidos como el cardenal Siri de Génova o Benelli de Florencia. Aquella tarde eran 111 cardenales electores.

El Papa crea cardenales de lugares insospechados y deja grandes archidiócesis globales sin un purpurado. Sigue sutilmente el consejo de su predecesor Luciani: preconiza el perdón y reduce peso al culto que quiere cancelar las diferencias. Primero, las personas. Después, los rituales y las ofrendas divinas

A este papa breve la vida le dejó solo pronunciar cuatro audiencias generales, que son los momentos más esperados de la semana romana porque es cuando el papa se encuentra con los fieles, turistas, grupos, peregrinaciones... y pronuncia habitualmente una catequesis y discursos comprensibles. En su primera audiencia se refirió a la caridad, y cuando llevaba pocos segundos hablando recordó a su madre. No es habitual que los papas inicien un pontificado con recuerdos maternales, y él lo hizo. Y dejó un mensaje poderoso que no ha sido subrayado. Habló de perdonar a los enemigos. En concreto dijo que había un mandamiento que es el de "perdonar las ofensas recibidas" y osó decir que "a este perdón parece que el Señor casi le confiere precedencia sobre el culto", y citó a Mateo 5, 23-24, que es el pasaje evangélico en que se dice que si vas a presentar una ofrenda al altar y en aquel momento recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, abandones la ofrenda al altar, te reconcilies con tu hermano y después vuelvas. Las palabras de este papa de vida limitada resuenan fuerte en este agosto en que el papa Francisco ha convocado a finales de mes los cardenales para un inédito consistorio en que crea más cardenales, una acción pastoral que, leída con gafas políticas, equivaldría a dejar los cuadros atados, geográficamente equilibrados, con los pesos e intensidades divididos según su lógica, que no es la de los poderes habituales. El Papa crea cardenales de lugares insospechados y deja grandes archidiócesis globales sin un purpurado. Hace y deshace. Y sigue sutilmente el consejo de su predecesor Luciani: preconiza el perdón y reduce peso al culto que quiere cancelar las diferencias. Primero, las personas. Después, los rituales y las ofrendas divinas. El encuentro cardenalicio de finales de agosto (en el que quedarán 132 cardenales electores) no es una anécdota en la agenda política vaticana: marcará la Iglesia de la próxima década. E Italia no quiere sentirse marginada. Ya hace demasiados pontificados que no hay un cardenal italiano sentado en la silla de San Pedro.