Hay una vibración inquietante de revancha fascistoide en la euforia que la constitución del segundo gobierno de Vichy ha producido en el entorno más gagá de JxC, es decir, de Convergència y La Vanguardia. Cualquiera diría que Pere Aragonès es militante del partido de Puigdemont, y que Junqueras todavía trabaja para el Estado Mayor del 1 de Octubre o para Soraya Sáenz de Santamaria.

No sé si hay que conocer la relación de Jaume Giró con los diarios de Madrid, o de Victòria Alzina con los círculos de Ernest Maragall, para darse cuenta que la política ha cruzado otro Rubicón. El cinismo se ha vuelto tan desvergonzado que las palabras pronto nos fallarán y no podremos calificar de propaganda a la simple propaganda sin quedarnos cortos.

La Generalitat ya no tiene nada que ver con el país. El sistema que gobierna Catalunya ya no se puede calificar de democracia. La democracia está pensada para que todo el mundo pueda perseguir los amores con un mínimo de esperanza y claridad. La democracia está pensada para resolver conflictos de fondo, no para vivir en la superficie de los problemas como los insectos en las aguas estancadas.

Catalunya se ha consolidado como un laboratorio de las pulsiones autoritarias de Occidente. Igual que el presidente Aragonès, Alzina y Giró son un mero escaparate, una fachada comercial del pánico a las cosas vivas que la represión española y las mentiras del procés han introducido en el país. La Generalitat de Pujol tenía margen para representar los anhelos del ciudadano mediano, el gobierno Vichy es un insulto permanente a sus votantes.

Las mentiras cada vez son más rocambolescas, los intereses más bajos, y la retórica más vacía. Los políticos han construido una armadura de cinismo disfrazado de falsa civilización que solo avanza la brutalidad del mundo que están creando para justificar su trabajo.

El catalán cabreado está a punto de descubrir que la violencia física no es el atributo esencial del fascismo. En Catalunya se verá antes que en ninguna parte que los Führers del futuro ya no necesitan ensañarse con el cuerpo de los hombres, como en Palestina. En el mundo de hoy, la tecnología ofrece suficientes medios de alienación y de presión social para exterminar las almas a cambio de un elogio o de un sueldo de tres al cuarto.

La política catalana se ha vuelto desagradable de seguir porque todo lo que sale de las instituciones hace peste de muerte o de podrido. Las mentiras cada vez son más rocambolescas, los intereses más bajos, y la retórica más vacía. Los políticos han construido una armadura de cinismo disfrazado de falsa civilización que solo avanza la brutalidad del mundo que están creando para justificar su trabajo.

Alzina servirá para matar a Puigdemont con el dinero que el presidente exiliado ha recogido de la explotación de su drama. Giró servirá para acabar de convertir la Generalitat en un comedero español de amiguitos, como el digital barcelonés que impulsó, y que no ha tenido ningún impacto. Disfrazar de gestión política la españolización forzada del país para no tener que pensar ni tener en cuenta los sentimientos, traerá más problemas que soluciones.

Se dice que Twitter es una cloaca, pero hace la función social de válvula de escape que antes hacían los ateneos o las plazas de toros. Los políticos tienen suerte de Twitter, de la energía negativa que evapora. La política debería inspirar a los ciudadanos, no escarnecer sus sueños. Violentar la estructura íntima del catalán medio solo servirá para convertir el país en el eslabón débil de las enfermedades de nuestra época.

Si yo fuera convergente y supiera algo de Cambó no estaría tan contento. Las perspectivas que han abierto la llegada de los fondos europeos, y el final de la pandemia, han convertido la política del país en una aglomeración de desesperados dispuestos a decir y a hacer lo que haga falta a las puertas de unos grandes almacenes el primer día de rebajas. El problema es que las rebajas pasarán, y las pulsiones insatisfechas permanecerán cada vez más pervertidas y descontroladas. Exactamente como hace un siglo.