Una de las consecuencias de transformar la capital del país en un producto de consumo para los extranjeros es que se convierte en una ciudad menos apta para los niños barceloneses. El niño, por el hecho de serlo, por el hecho de no conocer bien las coordenadas de la vida, los códigos sociales, ni las herramientas para satisfacer sus propias necesidades, pide generosidad. El niño exige la capacidad de salir de uno mismo y atender a quien no se sabe atender. El niño quiere una atención que obliga a quien la da a ponerse en segundo término. El niño es enemigo del individualismo porque, incluso cuando el niño no es tuyo, te obliga a hacer un ejercicio de empatía hacia quien todavía no tiene ni la piel lo bastante dura ni la cabeza lo bastante hecha para percibir las contingencias del mundo. Con todo esto, los niños hacen de termómetro colectivo: la manera en que los tratamos es la vara de medir del momento moral de una sociedad.

Ahora, los vecinos de Barcelona se quejan porque en los patios de la Escola Auró, la Esccola Vedruna de Gràcia y la Escola Salesians de Rocafort hay demasiado ruido. Es un conflicto que a priori parece una disputa ordinaria por el espacio público, con la diferencia de que, cuando se habla de "vecinos de Barcelona", en este caso a todo el mundo le viene a la cabeza un tipo concreto de vecinos. Doblegar la idiosincrasia de la ciudad a ciertos intereses, conformarla para que se convierta en una marca, una idea, una mercancía más, constriñe los elementos que hacen de Barcelona un lugar con vida propia. Convertir la capital en un gran hotel proveedor de comodidades individuales favorece la destrucción de los lazos comunitarios. Sin lazos comunitarios, no hace falta pensar ni en nuestros semejantes ni en las renuncias individuales y colectivas que el bien común pide, y así se hace cada vez más difícil comprender por qué no solo es importante, sino también necesario, que la ciudad sea un lugar donde el niño pueda ser niño con toda su radicalidad. Pero la ciudad está vendida y, si no es nuestra, tampoco puede ser de nuestra infancia.

En el patio de la escuela, el niño, que apenas está aprendiendo a dominarse y a obedecer dentro de un aula, necesita el momento de descompresión

El hecho de que, desde hace unos años, no haya habido nadie que desde la política haya pensado una idea de ciudad moderna que conserve su espíritu, hace que ser catalán en Barcelona sea sinónimo de sentirse completamente desprotegido. En este caso, la pregunta que la administración —el Ayuntamiento de Barcelona, el PSC— no está respondiendo a favor de los intereses de los barceloneses no es en qué grado está permitido o no está permitido hacer ruido. La pregunta que el Ayuntamiento de la ciudad juega contra sus ciudadanos es quién puede hacer ruido. La respuesta es que puede hacerlo quien no lo hace en términos de necesidad —los turistas que se pasean bajo la ventana de mi casa a las tres de la madrugada, por ejemplo—, mientras que los niños deben abrazarse a la pena del silencio. En el patio de la escuela, el niño —que apenas está aprendiendo a dominarse y a obedecer dentro de un aula— necesita el momento de descompresión, de expansión y de contrapeso del autodominio para descansar. Pero la queja de los vecinos no es desbaratable desde la razón y la pedagogía, porque no nace de un pensamiento racional, nace de una incapacidad: la de pensar más allá de uno mismo; la de pensarse parte de un común que no conocen y al que no quieren pertenecer. Esta es la segregación que viene.

Los gritos de los niños son el alboroto que hacen las perspectivas de futuro y de quien ha decidido echar raíces. Son el ruido de los lugares aptos para crecer y para desarrollar, en horizontal y en vertical, todas las facetas y todas las etapas de una vida. Pero la voluntad de vender Barcelona al mundo, de desnudarla y revestirla de aquello que quien no la conoce puede comprender, no es compatible con la posibilidad de que Barcelona tenga alma más allá de la carcasa que el mundo proyecta en ella. Esta disociación, una vez en la capital, se hace brecha. La conjetura de que la ciudad se convierta en un bien de consumo contempla necesariamente la conjetura de que se convierta en un objeto inerte. Escribe G. K. Chesterton en Ortodoxia que "un niño mueve las piernas rítmicamente por exceso, no por ausencia de vida. Porque los niños abundan en vitalidad, porque tienen un espíritu que es feroz y libre". El ruido en los patios de escuela es la punta del iceberg de una disputa mucho más profunda.