Después de justificar los malos resultados de PISA imputando un mayor analfabetismo a los recién llegados catalanes, de poner en duda los criterios del mismo estudio, de rectificar esta posición y de enviar una carta a los papis de la tribu diciéndoles que se tiene que "confraternizar" para tener un mejor sistema educativo, el Govern más inepto de nuestra historia (la competencia de este premio, creedme, es realmente feroz) ha encontrado el chivo expiatorio idóneo para excusar la falta de inversión ancestral en el ámbito de la primaria: el teléfono móvil. En el idioma cursi del departamento del ramo académico, la consellera Anna Simó ha anunciado que la primaria será "libre de móviles" a inicios del curso 2024-2025. La ley seca de la telefonía (y el consecuente tráfico ilegal de smartphones por parte de los tecnonarcos) solo afectará los más pequeños, porque en la secundaria dependerá de la política que cada instituto decida.

El debate sobre los teléfonos móviles y la —innegable— adicción que generan estos aparatos comparte el mismo cinismo que las disquisiciones sobre la mayoría de drogas del planeta (en este sentido, dicho sea de paso, se podrá comprobar fácilmente el éxito despampanante que han tenido la mayoría de políticas prohibicionistas del consumo por todo el mundo). Pero en esta discusión la hipocresía todavía es redobla, puesto que si los niños están pendientes de los teléfonos móviles —y no de aprender a escribir o a leer Heidegger— es porque copian punto por punto la conducta de unos adultos que, como cualquier adicto, se vanagloria de tener menos dependencia de la pantalla que los enanos. Los niños absorben de aquello que ven en casa o en el mundo y, en cualquier lugar que ocurra (ya esté en el propio hogar, en el metro o en un concierto de Haydn), la sobrepresencia de los teléfonos es una realidad tan contrastable como la salida solar.

Los medios de comunicación alimentan un narcisismo de la irresponsabilidad muy peligroso cuando vierten toda la culpa de la adicción a las pantallas a los niños. Este fin de semana mismo, la mayoría de informativos del país han abierto plana con la noticia de un grupo santcugatense de WhatsApp donde había menores compartiendo pornografía infantil. Este caso aislado (¡uno, solo uno, de entre los millares de menores que hay en el país!) ha servido para que todas las abuelas de la tribu se pongan las manos en la cabeza y sigan hinchando la burbuja de una supuesta estulticia infantil. A mí, por desgracia, me gusta hacer descansar las responsabilidades en quien tiene más cuota de recursos y de experiencia vital; por lo tanto, me parece una tontería señalar a los niños de esta forma, como si los adultos no tuvieran ningún tipo de papel al comprarles teléfonos y enchufarlos en la pantalla para que hagan el favor de estar más quietecitos.

Me gusta hacer descansar las responsabilidades en quién tiene más cuota de recursos y de experiencia vital; por lo tanto, me parece una tontería señalar a los niños de esta forma, como si los adultos no tuvieran ningún tipo de papel al comprarles teléfonos y enchufarlos en la pantalla para que hagan el favor de estar más quietecitos

Eso se manifiesta también en el ámbito de las administraciones. De hecho, si el país no tuviera memoria de jilguero recordaría cómo, el año 2009 y con un conseller del ramo que tiene apellido de un gran poeta de la patria, los ordenadores irrumpieron en los centros con la brillante excusa según la cual los trastos en cuestión representarían un gran ahorro en la compra de libros. Eran otro tiempo, Ángela María, cuando Ernest (y la mayoría de pedagogos del país) celebró que las aulas catalanas se llenaran de inventos chachis como las pizarras digitales, entre otras pollas en vinagre. A mí eso del móvil (y las infinitas disquisiciones sobre PISA) me carda una pereza que no te lo acabas; en términos de academia, soy un progresista conservador y sigo punto al dedillo las indicaciones de Sant José de Calasanz, según las cuales a los niños hace falta darlos un trozo de papel y enseñarlos a leer, escribir y un poco de aritmética.

Cualquier cosa que se aparte de estas bases son habladurías. En términos de enseñanza, hay pocas leyes que valgan y todos lo sabemos por propia experiencia; un buen sistema educativo necesita maestros bien preparados y recursos para que estos puedan ganarse muy bien la vida y trabajar en condiciones. Un buen profesor es un maestro que ama lo que hace, que sabe y que adora transmitirlo a los alumnos: punto final. ¿La presencia de elementos de distracción (sean pantallas, moscas o faldas excesivamente cortas) dificulta la tarea de los maestros? Sí y recontrasí. Pero un sistema donde la carrera educativa tenga prestigio —a saber, no exija una de las notas de corte más bajas de todas las licenciaturas posibles— y con un grupo de maestros bien preparados y todavía mejor remunerados puede ganar la partida a Mark Zuckerberg (un señor que, por cierto, y como la mayoría de tecnólogos, lleva la descendencia a escuelas donde no se encuentra ni una fucking pantalla).

Si tienes miedo de que el crío se te haga adicto al móvil, querido lector, tengas la bondad de mover el puto culo, compra un libro, y que tu crío te vea leer cada noche. Si quieres que los niños conversen, burro, pone a los mejores filósofos del país en las aulas de secundaria y ya verás como los críos aprenderán a razonar mejor. Si quieres que no consuman pornografía, hijito mío, para de mirarte fotografías de teenagers en Instagram mientras Meritxell cocina la cena. Abandonad el discurso apocalíptico, apoyad a los maestros, y haced el favor de dejar el móvil incluso para buscar dónde caen los Jardinets de Gràcia. Pero sobre todo dejad de culpar a los críos porque, con tanta mala leche acumulada, no me extraña que acaben siendo casi tan bobos y rencorosos como vosotros y se asomen a la pantalla. Como casi todo el mundo, vaya.