Este agosto hará 32 años de mi llegada a Catalunya, donde llegué como turista y después me convertí en estudiante de la carrera de Psicología —que ya había empezado en la Universidad de San Marcos, en Lima— en la Universidad de Barcelona. Mientras estudiaba recibí el permiso de residencia con trabajo, pasando a sentirme inmigrante. Hoy hace más de veinte años que me siento una catalana más; una catalana nacida en Perú. Una catalana de todas partes como a mí siempre me ha gustado definirme. Y si esta historia tiene este momento feliz es, en gran parte, gracias a la lengua... Y al hecho de que Catalunya —y Catalunya quiere decir "la mayoría de los catalanes"— no es excluyente; no te obliga a escoger entre tu país de nacimiento y tu tierra de acogida. Por eso me puedo sentir una catalana nacida en Perú.

Y no soy un caso aislado, que pueda haber sido facilitado por mi relación de casi veinticinco años con un catalán autóctono "de soca-rel", por tener juntos un hijo y por haber trabajado en casi todas las condiciones en las cuales alguien puede hacerlo; para terceros, como copropietaria de una pequeña empresa y —ahora— como autónoma. No soy ningún caso aislado y, así como yo, si dais un paseo por la cuenta de Youtube de "No em canviïs la llengua" (campaña que creé para tratar de promover el uso social del catalán cuando nos dirigimos a personas con rasgos físicos que nos hacen pensar que no han nacido en Catalunya) encontraréis casi una sesentena de testimonios de catalanohablantes nacidos en Alemania, Argelia, Argentina, Brasil, Costa de Marfil, Ecuador, Etiopía, Gran Bretaña, Holanda, Honduras, Italia, México, Pakistán, Perú, Rumania, Rusia, Senegal, Siria, Suiza, Uruguay, Venezuela, Chile, China, que os pedimos: #NOEMCANVIISLALLENGUA, porque queremos vivir plenamente en catalán como cualquier autóctono.

Cuando este tipo de gente, dice "nacionalismo" se refiere, precisamente, al único nacionalismo que tiene sentido entrado el siglo XXI; aquel nacionalismo de las naciones sin estado, aquel nacionalismo de los pueblos que tienen que defender su lengua, porque si no lo hacen ellos, nadie lo hará por ellos, aquel nacionalismo "de supervivencia". Tan diferente del nacionalismo imperialista que practican los grandes estados, al cual nadie acusa de ser una enfermedad


Y me preguntaréis si durante estos más de treinta años no he sufrido racismo. Y la respuesta es "sí, claro está": todavía hoy cuando entro en joyerías o bien en determinadas tiendas de marcas de postín —ponemos por caso, en el Passeig de Gràcia de Barcelona— veo como una de las dependientas —o directamente el guardia de seguridad— me sigue poco discretamente por toda la tienda haciéndome un marcaje al hombre —a la mujer, en este caso— que ríete de los que sufría el mejor jugador del Barça (en los buenos tiempos, por desgracia, en que había que marcar al mejor jugador del Barça, o bien en que el Barça tenía "mejor jugador"). Y me suele pasar, en las mismas tiendas, que cuando pido por el precio de un reloj a aquella dependienta de la cual me conozco bien el perfume de tanto tiempo que lo he tenido tan cerca, me contesta "no te entiendo, ¿me puedes hablar en castellano"?. Entonces compruebo que no solo tengo delante —casi encima, de hecho— una persona racista, sino una persona tan y tan "globalizada" que quizás acaba de atender a un cliente en inglés y a otro en italiano, pero es incapaz de hablar la lengua del trozo de mundo donde lleva viviendo, a veces, como mínimo, un par de años. A veces toda la vida. Una persona que me dirá que "el nacionalismo es una enfermedad que se cuida viajando". Y me lo dirá a mí, que nací y crecí a más de 10.000 km hacia allá antes de viajar a Catalunya. Como para no curarse de lo que fuera. Quizás porque cuando este tipo de gente dice "nacionalismo" se refiere, precisamente, al único nacionalismo que tiene sentido entrado el siglo XXI; aquel nacionalismo de las naciones sin estado, aquel nacionalismo de los pueblos que tienen que defender su lengua —hablándola— porque si no lo hacen ellos, nadie lo hará por ellos, aquel nacionalismo "de supervivencia". Tan diferente del nacionalismo imperialista —sea castizo, jacobino o pomposo— que practican los grandes estados, al cual nadie acusa de ser una enfermedad.


Y os diré un secreto: amo Perú y es mi país. Como lo es Catalunya. Sin embargo, así como hace tantos años que me siento "nacionalista catalana", nunca, nunca, me he sentido "nacionalista peruana". ¿Adivinad por qué?

En la respuesta a esta pregunta radica, precisamente, la diferencia entre un nacionalismo que podría gritar "nosotros primero" que puede llegar a ser un nacionalismo excluyente y un nacionalismo de supervivencia, que pide —a veces susurra— "nosotros también".


¿Somos racistas los catalanes? Quizás habrá algunos catalanes racistas, aunque las propuestas que mezclan independentismo y racismo nunca han llegado a tener representación parlamentaria. Bien al contrario de aquellas que mezclan nacionalismo imperialista y racismo, que no sabes exactamente dónde empiezan y dónde acaban en los partidos de obediencia española. La gran mayoría de gente que he encontrado en Catalunya me han hecho sentir en casa. Y los pocos que no me han hecho sentir en casa, curiosamente, también negaban que Catalunya fuera la casa de los catalanes. Y del catalán.