Ernest Maragall ya no sabe qué hacer para abrirse un espacio electoral. Ahora lo hace con los codos y la última fuerza que le queda, el de su hermano. Por eso no pierde la oportunidad de sacar a pasear los carteles del alzhéimer. Miserables quienes los engancharon, infeliz Ernest por construir la campaña electoral en torno al único momento de protagonismo genuino que ha tenido desde hace meses. El sentimiento de la irrelevancia es muy traidor porque te condena a hacer y decir cosas cada vez más extremas y, mientras piensas que recuperas tu lugar, solo te acercas al ridículo. Basha Changuerra lo explicaría mucho mejor.

Esta es también la condena de Eva Parera. La diferencia es que, a su electorado, todo lo que sea hacer el payaso le parece "guerra cultural". La campaña de Parera se reduce a dos distritos: Sarrià-Sant Gervasi y Les Corts. Con un iPhone en modo retrato y una licenciada en comunicación política enganchada al culo como los pececillos que viven de la piel de los tiburones, la candidata de Valents ha tensado su discurso como una red de arrastre, llevándose a los residentes del Upper Diagonal que no quieren compartir voto con la gente de Nou Barris. Es decir, todos los eventuales votantes de Vox y del PP que, en el fondo, solo tienen una opción política: ir encamisados, perfumados y pensar que la okupación es una amenaza mundial. Por eso la red de arrastre, bien tirante, ha llevado a Parera a las casas ocupadas de la Bonanova. No hay que ser muy espabilado para darse cuenta de que es un conflicto recalentado, el cubil perfecto para rascar los votos que todavía les faltan en las encuestas y que tomarán, entre otros, a Anna Grau.

Ada Colau es la estrategia antagónica. Tiene su cubil de afines fijo desde hace dos legislaturas y sabe perfectamente el pienso que tiene que tirar —y dónde lo tiene que tirar— para tenerlos contentos y sacarlos a votar el 28 de mayo. En ElNacional.cat sabe que no tiene nada que pelar, por eso no se ha dignado a aceptar el cara a cara con los lectores de esta casa. Es una estrategia electoral de mínimos: hilos en Twitter alabando las supermanzanas —sin hablar de contramedidas para el alquiler—, tiktoks simpáticos con los pakistaníes del barrio —primero los bocadillos de Collboni y ahora esto, pobres, todo el mundo los hace ir como quiere—, y confrontación con Xavier Trias en un marco conceptual rudimentario. Trias es el coche, el humo, la contaminación, la especulación, el turismo desenfrenado y el rico para quien 3.000 euros mensuales es poco porque vive desconectado de la realidad de los barrios. Yo vivo en el Gòtic, Ada, y el turismo que prometiste regular nos hace la vida imposible y convierte Barcelona en una ciudad desconectada de ella misma, como si no fuera suficiente con tenerla desconectada del país. Ella dirá que en un lado están las plantas, el progreso, los unicornios y la purpurina, y en el otro la oscuridad, la burguesía y el mal, todo eso encarnado en el hombre a quien Colau llamó corrupto y ratero por unas cuentas en Suiza que nunca existieron. La calle Consell de Cent de cemento armado y la cara un poco también.

El horizonte es tan frustrante y las opciones tan carcomidas, que mientras se acercan las elecciones, la única guía moral para decidir el voto es la de no empeorarlo todavía más.

En Junts han sido tan patosos y tan rematadamente torpes, para variar, que teniendo la mitad de la campaña hecha por España y sus informes falsos, han preferido confrontar el modelo de ciudad de Colau dentro del marco conceptual preparado por Colau. Xavier Trias se ha ido obstaculizando una vez y otra con las trampas de la alcaldesa hasta convertirse en una especie de caricatura de Joe Biden, un señor mayor que dice tonterías y habla del coche eléctrico como la sobremesa con los sobrinos. El único trabajo que tenía Junts, o la parte de Junts que se ha asomado a la candidatura de Trias, era conseguir que pareciera que tiene un proyecto para la ciudad más allá de él mismo. Han intentado construirlo a partir del negativo del modelo de Colau y se han quedado a medias. Trias es hoy el señor a quien se le pueden sacar titulares fáciles y simplistas que lo deforman porque no tiene ningún pilar sólido, ninguna idea viva de ciudad que lo sostenga cuando resbala. A veces no es suficiente con someter y silenciar el partido para que no te molesten hablando de independencia. A veces no basta con lloriquear por los informes falsos de los españoles. A veces no es suficiente con el recuerdo de unos años de Govern que ahora se blanden para apelar a una prosperidad vacía. A veces, si quieres echar a Colau, tienes que estar en condiciones de explicar por qué.

Quien tampoco explica muchas cosas es Jaume Collboni. El candidato del PSC pasa la campaña en modo fácil: solo tiene que ser lo bastante discreto y hacerse un poco el sordo cuando se habla de su colaboración en el gobierno de Colau, saber dar el toque de seriedad y seguridad que le falta a Trias cada vez que hace el tarambana. La costra socialista de la capital es dura y generosa y Collboni solo tiene que hacer una cosa para no hacerla saltar: no moverse mucho. La bolsa de votos que se disputan Trias y Collboni no existe para que podamos probar una convergencia real con respecto al proyecto de ciudad, porque nos faltan  las especificidades, aunque nos las podemos imaginar. Demos un salto de fe y asumimos que se parecerían porque la sociovergencia, en las grandes ciudades, rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores. La disputa real entre Trias y Collboni, sin embargo, no la hace la ciudad, la hacen ellos y la capacidad que tienen de prometer una capital sin muchos problemas: un proceso de paz, en definitiva. Una cosa que no nos haga estar siempre enfadados, pero que ya sabemos que tampoco nos hará estar contentos. La campaña de Collboni es el silencio, que en política es el ruido que hace la estabilidad.

Hoy, al salir de casa, toda la mierda que por la noche los vecinos dejaron en bolsas en los rellanos estaba derramada por el suelo. Para poder pasar del portalón he dado un salto de bailarina —con alpargatas—. Un grupo de turistas me ha pasado por delante haciendo una risotada. Sería absurdo concretar todos los problemas que tiene la ciudad en esta escena, pero esta escena ha sido el catalizador de mi enfado mientras estaba en el metro, yendo hacia el trabajo. He desgranado mentalmente a los candidatos a las municipales y ahora entiendo por qué todavía no me he empadronado en la ciudad donde hace dos años que vivo. Si no hay un candidato que me motive lo suficiente, todavía menos para hacer papeles y llamarme plenamente barcelonesa. Yo tengo un refugio cínico en el pueblo, uno que en Barcelona me permite decir "no pasa nada, yo no soy de aquí" aunque sea mentira. Es la capital del país y todos nos queremos sentir un poco de aquí, pero el horizonte es tan frustrante y las opciones tan carcomidas, que mientras se acercan las elecciones, la única guía moral para decidir el voto es la de no empeorarlo todavía más.