El catalán ya no es un obstáculo para los supremacistas españoles, ahora ya es directamente una mierda, como hoy lo califica en Libertad Digital el chétnik José García Domínguez, un gallego tan castellanizado como el general Franco. Un pobre asimilado. Los nacionalistas españoles se llenan la boca y otras cavidades corporales con el negro falo de la Constitución Española, exigiendo que debe ser obedecida, ciega y mudamente, pero siempre se olvidan que la mierda, el catalán que para ellos es concretamente una mierda, está específicamente protegido en el artículo tres, el que asegura que “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas” y que “la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. En esto la Constitución no se aplica, porque la única ley que se aplica en España es la ley del embudo, sólo se aplica si favorece a los vencedores de la guerra civil, que son sus únicos beneficiarios. Porque en España hablar de cultura es un sarcasmo, como ha acreditado recientemente la Universidad Juan Carlos I. España se caracteriza por el tradicional desprecio a la cultura y por la infinita celebración de la ignorancia y del gregarismo, por el odio visceral a la diferencia, a la diversidad, a las minorías, hoy y siempre, este Estado encabezado por Felipe VI, el primer rey que ha conseguido, de alguna manera, un título de bachillerato, a diferencia de sus augustos antepasados. El españolismo quisiera eliminar físicamente a todos los catalanohablantes o deportarnos fuera de aquí, cortar la raíz con el catalán para siempre, ay, el catalán, esa mierda, según los españolistas, según Sean Scully y Liliane Tomasko, que llevan quince años soportándola. La lengua más civilizada de la Península Ibérica, la primera en que se escribió filosofía, la primera en la que se pudo leer la Divina Comedia y el Decamerón, la primera en poesía y novela, la sabrosa y envidiable lengua de nuestros reyes, papas y mercaderes, de marineros y campesinos, de médicos y científicos. De trabajadores. La lengua acogedora que, en nuestra época, ha cohesionado e igualado a todos los catalanes como nunca lo consiguió el español en nuestro país, porque en nuestra sociedad ya no nos importa la pureza de sangre, ni la religión, ni el origen, ni todas las supersticiones totalitarias en las que se fundamenta nuestro españolismo de importación. Ya lo dejó dicho Miguel de Unamuno durante el famoso discurso del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca: “...Vencer no es convencer y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio porque no permite la compasión, el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, pero no de inquisición...”. La España actual es hija de la inquisición, tiene toda la razón el escritor vasco, es su hija legítima y del trastornado marco mental que la hizo posible.

“Todos los catalanes son una mierda” espetó Luis Martínez de Galinsoga en 1959, director de La Vanguardia Española y escandalizado chétnik que encontró inaceptable oír una misa en lengua catalana. Sostenía que en aquella Barcelona gris y colonizada del franquismo españolista, la Barcelona que todavía hoy celebra Mario Vargas Llosa, donde se perseguía el uso social de la lengua propia, una misa en catalán era un crimen mayúsculo. Y que había que castellanizar aún más Barcelona hasta desvirtuarla. Galinsoga había sido impuesto en la dirección del rotativo de la calle Pelai por el nazi Ramón Serrano Súñer, escrito así, con acento en la u, para tratar de disimular el origen catalán de su segundo apellido. Porque los nazis españoles deben mantener siempre el ideal de la pureza castellana. En aquella Barcelona inhóspita, dividida entre vencedores españoles y perdedores catalanes y españoles, aún se continuaban haciendo bromas sobre la mano derecha, perdida durante la Guerra Civil, la mano de Martín de Riquer, la mano que había sido castigada por Dios por haber escrito tanto y tan bien en lengua catalana antes de 1936, por haber escrito en aquella mierda. Antes de mudar de camisa. Porque los catalanes son culpables de todas las desgracias que les sucedan. Ellos se lo han buscado. Esta es la tesis que ahora recupera, para todos nosotros, la diputada Anna Grau, de Ciudadanos, inmortalizada para siempre con un clavel blanco sobre el pabellón auricular. Si el uso del catalán en Barcelona disminuye, es culpa de los catalanes, y concretamente de los independentistas, que son unos inútiles. Que no han sabido recuperar la lengua. Somos culpables de todo lo que nos pase y más. Eso mismo había dicho el santo padre Goebbels de los judíos, que ellos eran los únicos responsables de la solución final. Que los pobres nazis se habían visto obligados por la maldad de los judíos a llegar hasta la desagradable solución final. Una auténtica lástima. Ole con ole y olé.