Cada vez que cedemos en materia de derechos y libertades, por muy pequeña que sea la cesión, lo que realmente estamos haciendo es abrir la puerta al siguiente recorte de libertades o, dicho desde la perspectiva ciudadana, a la siguiente cesión de derechos y espacios de libertad. Pensar que esto no es así es, simplemente, no tener claro cómo funcionan estas dinámicas restrictivas, a la larga represivas, pero bien podemos hacer un recorrido de todas las restricciones a nuestros derechos que hemos sufrido desde el 11-S y la denominada “guerra contra el terror” (la denominada “war on Terror” de la administración Bush).

El proceso de recorte de libertades comenzó, siempre con la excusa de la necesidad de garantizarnos nuestra seguridad, con algo que ya ha pasado a formar parte de nuestras vidas, como es el exhaustivo control en los aeropuertos y estaciones de ferrocarril. Luego les siguió el acceso, en tiempo real, a nuestros movimientos, tanto aéreos como por tren, a través de la cesión obligatoria, y con carácter previo, de los listados de pasajeros. En paralelo, se comenzaron a establecer una serie de regulaciones, aparentemente menores, que fueron dándole carta de naturaleza a los controles y a la acumulación, por parte de los estados, de muchos datos de millones de ciudadanos que nada tienen que ver con un supuesto problema de seguridad.

Una vez que se ha conseguido establecer toda esa dinámica de control, que permite a los estados conocer casi todo de nuestras vidas, casi en tiempo real, se ha pasado a una nueva etapa: la del control de nuestras comunicaciones y nuestra intimidad, es decir, el acceso fácil, directo y generalizado al último reducto que nos va quedando como ciudadanos. Los métodos de acceso a nuestras comunicaciones y a nuestra intimidad son de sobra conocidos, unos alegales y otros abiertamente ilegales, siendo prueba de esto último el espionaje político denunciado en el “CatalanGate” y del que tan poco gusta hablar en muchos medios de comunicación, sin asumir que ellos también han sido víctimas de esta dinámica intrusiva. Pero no es la única dinámica delictiva que se ha cometido en aras de nuestra seguridad, del orden público o de la represión de la criminalidad; buen ejemplo de ello son los casos de los asaltos masivos a todos los datos de las mensajerías encriptadas Encrochat y Sky de la que poco se ha hablado. Básicamente, y con la excusa de perseguir a la criminalidad organizada, se penetró en los servidores de esas dos empresas y se apropiaron de todas las comunicaciones que pasaban por esos servidores; del más de billón de mensajes desencriptados algo más de 2.000 tenían relación con actividades delictivas, el resto eran comunicaciones encriptadas sin ningún tipo de relevancia penal. Sí, accedieron a billones (con b) de mensajes encriptados, pero solo un par de miles de ellos tenían alguna relación con la comisión de delitos; se trató de una medida arbitraria, abusiva, no proporcionada y centrada en lo que se denominan “investigaciones prospectivas” o, dicho claramente, se trata de tirar la caña por si algo pica.

Esta patata caliente está ahora en manos del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que, si continúa con su línea jurisprudencial, establecerá que las pruebas así obtenidas son inválidas, pero, además, dictará criterios interpretativos para que estas cosas no vuelvan a pasar. Mientras todo esto sucede, nos acabamos de enterar de que el Gobierno español está promoviendo la aprobación de una normativa europea que prohíba el cifrado de extremo a extremo de las mensajerías telefónicas. No soy ningún experto en informática, pero puedo traducir que, en términos claros, lo que pretenden es dejar desprovistas todas nuestras comunicaciones de cualquier tipo de garantía de confidencialidad. Me refiero a mensajería como WhatsApp, Telegram, Signal y tantas otras de uso común en la actualidad.

Privar a nuestras comunicaciones del cifrado es tanto como obligarnos a enviar cartas en sobre abierto y, sin duda, es una medida incompatible con lo que cualquier estado democrático y de derecho debe garantizar a sus ciudadanos.

Si no estuviésemos en el siglo XXI, diría que lo que están pretendiendo hacer es tanto como que se nos prohíba enviar cartas en sobre cerrado; quieren que nuestra correspondencia, es decir, nuestra mensajería, se envíe sin ningún tipo de protección, que les entreguemos el sobre abierto para que, cuando les plazca, puedan leer, sin dificultad alguna, todo lo que comunicamos entre amigos, familiares, clientes, etc.

Si en el siglo pasado un gobierno hubiese pretendido algo así, no me cabe duda de que lo habríamos catalogado de dictatorial porque una medida de estas características es el sueño húmedo de cualquier tirano. La inviolabilidad de nuestras comunicaciones, tengan estas el formato que tengan, está constitucionalmente garantizada, también lo está en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, pero, así y por la puerta de atrás, se pretende que ya no podamos tener ni tan siquiera la sensación de estar comunicando privadamente.

Dirán que quien nada oculta nada debe temer, eso es un falso dilema, porque aquí la cuestión no va de temores, sino de derechos y el derecho al secreto de las comunicaciones va siendo uno de los últimos reductos de libertad que nos va quedando. Nadie que no pretenda vulnerar el secreto de nuestras comunicaciones, más bien tenerlo muy fácil para hacerlo, puede estar promoviendo una medida que, como digo, no es otra cosa que obligarnos a enviar nuestras cartas en sobres abiertos para que quien quiera las pueda leer. ¿Se imaginan qué habrían dicho de algo así nuestros padres o abuelos? Pues eso…

Ante tales iniciativas, lo que todos debemos comenzar a preguntarnos es cuánto más de nuestros derechos estamos dispuestos a sacrificar sin que ello termine siendo definitivo para situarnos en un mundo que ya Orwell se imaginó y que ahora estamos comenzando a vivir. Hay países, como Turquía, que no solo han adoptado medidas similares, sino que, además, bloquean el uso de algunas aplicaciones de mensajería que se han negado a desbloquearles el cifrado de extremo a extremo. Que cada cual saque sus conclusiones.

Insisto: privar a nuestras comunicaciones del cifrado, especialmente del cifrado de extremo a extremo, es tanto como obligarnos a enviar cartas en sobre abierto y, sin duda, es una medida incompatible con lo que cualquier estado democrático y de derecho debe garantizar a sus ciudadanos.