No le quiero poner ninguna presión al año 2024; de hecho, solo estoy a la expectativa de qué pasará en todos los aspectos posibles que puede abrazar nuestra convivencia social. Y esta se puede entender del alcance que se quiera. Sí que es cierto que me preocupa el Estado español, especialmente, el rebrote —de hecho rebrotes—, de violencia que se reflejan en las noticias de los medios de comunicación en diferentes ámbitos.

En el apartado de sucesos sin duda, de eso va la sección; pero en otros y más allá de la guerra —de hecho de las guerras que ahora mismo están vivas en el mundo, y significativamente en las que se intercambian disparos, que generan un contexto de tensión que rodea y deja huella en todo—, tenemos un nuevo panorama político nada halagador. Estaría bien que solo fuera un pequeño conato del 2023 que se haya extinguido con el mismo 2023, y no sea protagonista del 2024; cosa que se hace difícil de creer viendo las imágenes de las campanadas alternativas convocadas a Madrid.

Despropósitos de políticos iracundos siempre ha habido, pero últimamente lo que ha pasado en algunos plenos de ayuntamientos del Estado español me hacen pensar que hay un salto cualitativo que ha hecho pasar de la agresividad de la palabra, ya muy escalada de hace tiempo, a la de la acción material representada en algún tipo de golpe, empujón o lanzamiento de objetos, que es mucho más que peligrosa.

Para que un país sea democrático no solo tenemos que tener leyes democráticas; hace falta que la ciudadanía sea la primera garante de los valores democráticos

La violencia de todo tipo —repito que no tendríamos que pasar por alto la verbal— en política es la clara manifestación del fracaso de la posibilidad de entendimiento, del respecto a aquel o aquella que tiene ideas diferentes de las tuyas y sin el cual la democracia no es posible. Para que un país sea democrático no solo tenemos que tener leyes democráticas; hace falta que la ciudadanía sea la primera garante de los valores democráticos y eso necesita la más escrupulosa observación de este principio de respeto máximo en todas nuestras interacciones sociales, es decir, en las relaciones con los otros. De hecho, tendríamos que empezar por nosotros mismos y mismas.

Es, sin embargo, decisivo cómo nuestros y nuestras representantes se comportan —también todos los personajes significados de manera social— porque el efecto multiplicativo de este tipo de acciones puede ser tan goloso que nos podemos acostumbrar solo de verlas.