Como decía Enric Juliana en uno de sus últimos artículos, la vida española se está volviendo cada vez más descarnada. El estado intenta cambiar de piel para pasar página, pero como la piel nueva tarda mucho en crecer la carne viva cada vez es más visible y está más irritada. Sobre el papel, Pedro Sánchez tenía una buena estrategia para volver a integrar Catalunya en la vida política española, pero poco a poco se empieza a ver que le falta capital humano para llevarla a cabo. Está demasiado solo; le pasa como a Oriol Junqueras, con la diferencia que en Catalunya todo es más de andar por casa.

Con la ayuda de Bruselas, Sánchez ocupó el centro político por sorpresa mientras todo el mundo se peleaba, para intentar refundar la democracia española sobre unas bases digamos más modernas. Cuando Iván Redondo dice que el proyecto de Sánchez necesita líderes regionales muy fuertes, incluso aunque no sean del PSOE, quiere decir que la reintegración de Catalunya pasa por una democracia de matriz socialista que sustituya la existente, de matriz tardofranquista. El problema es que, primero, para que la estrategia pueda funcionar, el PSOE se tendría que hacer el harakiri como las cortes franquistas y diseminarse entre los partidos llamados a dominar el nuevo orden.

La cara de Adolfo Suárez que hace Sánchez viene del hecho de que su carrera política está condicionada a su capacidad de convencer los sectores menos ultramontanos del régimen del 78 para que se inmolen ni que sea de cara a la galería. Evidentemente, la diferencia es que enviar el franquismo a la papelera de la historia hacía mucha ilusión y tenía el apoyo de una sociedad esperanzada que veía Europa con envidia. En cambio, ahora el futuro da miedo, y el Viejo Continente más bien da pena. Ya no es solo que cueste encontrar espíritus heroicos; cuesta encontrar gente que haya mamado alguna idea nueva en algún rincón del mundo o que aspire a algo más que no sea rascar el fondo de la paella. 

Ni las izquierdas de Madrid, ni los barones del PSOE, ni los gobiernos autonómicos se lo pondrán fácil a Sánchez. Y no por una cuestión de principios sino por un problema de mediocridad

Solo hay que leer a Estefania Molina o Antoni Puigverd para ver que incluso los actores mediáticos que tendrían que apoyar a Sánchez de manera natural, están demasiado acobardados por el miedo de quedar mal en la foto. Es un poco lo mismo que le pasa a Junqueras, que dio ventaja a los convergentes para que se lucieran en el Ayuntamiento de Barcelona y ha acabado teniendo que pactar él con el PSC para que Collboni no parezca un alcalde franquista. Ni las izquierdas de Madrid, ni los barones del PSOE, ni los gobiernos autonómicos se lo pondrán fácil a Sánchez. Y no por una cuestión de principios sino por un problema de mediocridad. 

El PP, y toda la caspa generada por el conflicto nacional, espera la caída de Sánchez como agua de mayo para poder volver al autonomismo de siempre. Por eso Feijóo dice ahora que podría ofrecer el indulto a Puigdemont, si el president exiliado mostrara arrepentimiento. La jugada de Sánchez con la amnistía abre demasiadas puertas y, sobre todo, deja en evidencia una judicatura que funciona con la estructura y el espíritu del Antiguo Régimen, como si estuviéramos en los tiempos de Isabel II. Para que nada cambie, es mejor que Puigdemont se retracte como Junqueras. Así los catalanes nacionalistas podrán volver a ser caricaturizados con eficacia a través de Sílvia Orriols de turno.

Sánchez, igual que Junqueras o que Suárez, cogió un espacio político que había muerto de viejo y lo ha convertido en un instrumento de cariz regeneracionista. Cuando el PSOE deje de hacer esta función volverá a caer a peso y entonces el mismo vacío radiactivo que Jordi Pujol dejó en Catalunya lo dejará el socialismo en España. Aunque hiciera falta un golpe de estado para acabar de echarlo, a Suárez lo tumbó una oposición que representaba una España joven y ambiciosa. Aunque los políticos procesistas fueran una pandilla de mentirosos, a Pujol le pasó por encima el optimismo de una clase media con ganas de superar el siglo XX.

A Sánchez, de momento, no lo puede tumbar ninguna fuerza positiva. Solo lo pueden tumbar los fantasmas de un país en el cual la Guardia Civil puede ser asesinada por la mafia marroquí a la luz del día y en que los edificios que se construyeron durante la dictadura, para vestir de progreso la liquidación de la lengua catalana, empiezan a caer de viejos. A medida que la historia nos atrape, y se vea que los planes de Sánchez y Bruselas no son tan realistas como parecía, todo se irá volviendo más crudo. Si hace falta, hasta que solo nos quede la verdad, como escribió mi querido Borja Vilallonga.