Uno de los beneficios de escribir novela histórica —el primer beneficio es la íntima felicidad que me otorga la propia escritura— es la necesidad de dedicar un tiempo considerable a conocer el periodo histórico que se quiere relatar. Aunque soy una amante impenitente de la historia, la obligación de poner la lupa pequeña y escudriñar con precisión un momento convulso específico, otorga un conocimiento adicional que permite entender mucho mejor todo lo que pasó. En mi novela Mariona indagué en las luchas contra las levas de soldados que sublevaron la Vila de Gràcia e incendiaron toda Catalunya. En Rosa de ceniza, me paseé por la Semana Trágica de principios del XX y en El espía del Ritz pude conocer y relatar la Barcelona de la Segunda Guerra Mundial, llena de nazis, fascistas y espías aliados. Sobra decir que son los historiadores, y no los escritores, los que explican la historia. Pero también es cierto que los escritores intentamos poner emociones a la frialdad de los datos y las fechas, entender cómo vivían aquellos acontecimientos colectivos las personas reales, con sus sentimientos, sus miedos, sus angustias, sus esperanzas. Como si hiciéramos un viaje en el tiempo, un paseo privado por los momentos más críticos de nuestra historia.

El último de estos viajes en el tiempo me ha llevado a los años cincuenta, en el proceso de escribir mi última novela Pájaro de aire y fuego. Confieso que han sido más de dos años intensos de buscar testimonios de detenidos y torturados en la Via Laietana, escuchar discursos de Franco, leer textos "educativos" de la Sección Femenina y, sobre todo, profundizar en el conocimiento de los últimos maquis, en especial dedicación a la vida de Quico Sabaté, el enemigo público número uno del régimen. De todo ello he extraído —aparte, lógicamente, de mi novela— una percepción todavía más cruda de la brutal crueldad que significó el régimen, de lo preciso y minucioso que fue en la represión a toda la disidencia, y de cómo dedicó esfuerzos ingentes a aniquilar cualquier tentación de pensamiento crítico. La dictadura franquista no fue émula del fascismo, sino su expresión más persistente y exitosa, y la que más se ha blanqueado a lo largo de los años. Es escalofriante ver cómo un asesino de masas se ha ido convirtiendo, con el tiempo (y la trabajada desmemoria), en un simple político de mano dura que solo quería poner orden a la confusión de la República. Lo cierto es que Franco fue el responsable de centenares de miles de asesinatos y mató hasta el último día de su vida. No olvidemos que todavía fusilaron a siete personas en septiembre del 75, dos meses antes de que muriera. Por cierto, hay que recordar que Franco siempre hacía firmar el pacto de sangre, es decir, obligaba a todos los que formaron parte de sus gobiernos a firmar alguna sentencia de muerte, de modo que no hay ni un solo ministro del franquismo que no esté manchado de sangre. Hay que repetir, pues, aquello que cada día está más desdibujado: Franco se asentó en un régimen fascista —pronazi, hasta el 45—, abiertamente sanguinario y brutalmente represor, que consiguió lo que no consiguieron ni Mussolini ni Hitler: quedar blanqueado por la historia y hacer ver que no había sido un asesino.

La España actual se puso el traje de democracia encima del esqueleto de un sanguinario que murió en la cama y lo dejó todo bien atado, Borbón incluido

Un ejemplo de esta distorsión histórica es el caso de los maquis. Más allá de entender o rechazar sus métodos, es evidente que eran luchadores contra el fascismo, sin embargo, a diferencia de la resistencia francesa o de los partisani italianos, los libertarios que estuvieron luchando durante veinte años contra la dictadura (el último maqui, Caracremada, murió por las balas de la Guardia Civil en 1963) no tienen su lugar de honor en la memoria de la resistencia. Todavía son legalmente considerados terroristas, aunque luchaban contra un régimen que, según las cifras de Paul Preston, asesinó a más de 140.000 personas desde 1939 hasta la muerte del dictador, en 1975. Como dato concreto, solo en el Camp de la Bota se ejecutaron 1.743 personas, con fusilamientos permanentes hasta 1952. Es decir, durante trece años, después de la victoria franquista.

Las cifras de las víctimas franquistas son tan aterradoras como la impunidad de sus verdugos en democracia, intocados, mantenidos en los cargos y muchos de ellos con privilegios añadidos, como es el caso de la parentela de los Franco, o de muchos policías torturadores que todavía cobran por "méritos" laborales. El solo hecho de que siga habiendo miles de cuerpos de víctimas tirados en las cunetas que nunca han sido enterrados —el osario más grande del mundo, después de Camboya—, ya da una idea de la dimensión de la masacre.

En este contexto, la lucha de entidades y partidos para conseguir la resignificación de la Via Laietana (donde tantos miles de detenidos fueron torturados) en un centro dedicado a difundir la memoria de la tortura policial durante la dictadura, es tan necesaria como probablemente será fallida. España ha impedido una y otra vez —Tribunal Constitucional incluido— investigar y judicializar a los torturadores, incumpliendo varios mandatos de la ONU y la propia legislación internacional. Se ha blindado la impunidad de cuarenta años de dictadura y, con esta, se ha banalizado el asesinato de masas que se produjo. Es encima de este blindaje malvado y de esta banalización protectora, perpetrada por PP y por el PSOE, a partes iguales, que se cimienta la precariedad de la democracia española.

Por eso existe una justicia y una policía ideológicas, y unos partidos que las permiten, y por eso existe un gobierno que espía a dirigentes y civiles por sus ideas políticas, o incluso osa llevar a cabo la barbaridad de espiar a abogados con causas abiertas. Y por eso se ha legitimitado a los GAL, o se utiliza la lawfare más burda para perseguir a un abogado como Boye, que está derrotando a España en los tribunales internacionales. Y, sobra decir, por eso mismo decidieron vulnerar todos los derechos fundamentales en su lucha contra el independentismo democrático. La España actual se puso el traje de democracia encima del esqueleto de un sanguinario que murió en la cama y lo dejó todo bien atado, Borbón incluido. La quiebra del sistema democrático español nace de aquella traición a las víctimas y a la memoria de la represión. Fue una transición encima de la impunidad, y ahora es una democracia que mantiene los resortes de la impunidad, a la hora de perseguir la disidencia. Por este motivo no han sido los represores los que han ido a la prisión en plena democracia, sino los disidentes, los raperos, los independentistas. Porque la democracia española es una gran carcasa llena de mentiras.