Josep Ferrater Mora publicó en 1944 Les formes de la vida catalana, dedicado a la personalidad de la sociedad catalana. Un género típico del siglo XIX, casi olvidado en la actualidad, aunque las tertulias tratan de explicarnos cada día cómo somos. Ferrater lo escribe, como se ve por la fecha, cinco años después del fin de la Guerra Civil, en la que participó en las filas republicanas, viviendo exiliado en París, Santiago de Cuba y Santiago de Chile. O sea, que pudo reflexionar en la distancia y después de un choque tan bestial. Según el ensayo, los cuatro rasgos significativos de la fisonomía catalana son: la continuidad, la sensatez, la medida y la ironía.

La pregunta es, casi 80 años más tarde, ¿son todavía válidos estos cuatro rasgos significativos, teniendo en cuenta los cambios sociales, demográficos y de todo tipo que ha vivido —no solo— Catalunya? De hecho, ¿lo han sido alguna vez, de válidos? ¿Existe una personalidad catalana o esto es un absurdo? La respuesta sería que difícilmente esta personalidad existe. O directamente que no existe. Además, como se decía no hace tanto antes de empezar a hablar, yo no soy epidemiólogo, ni filósofo. Y no soy capaz, por lo tanto, de definir una personalidad catalana. ¿Es Joan Capri? ¿Pep Guardiola? ¿Pepe Rubianes? ¿Rosalía? ¿Loquillo?

Diría que los catalanes han —hemos— sabido gestionar mejor los excesos de 'seny' que los de 'rauxa'

Pero, si queremos fijarnos en los cuatro rasgos significativos que expone Ferrater, la respuesta debería ser que todavía existen. Aunque está claro que no son los únicos. Y ni son exclusivos, ni son excluyentes. Y si lo trasladamos a nuestra política de cada día, deberemos concluir que el de la continuidad, entendida como la voluntad popular explicitada reiteradamente en la historia, todavía está presente. Solo tenemos que mirar la composición de los sucesivos parlamentos, por ejemplo, o ver qué es lo que se está negociando ahora mismo en Madrid.

El del seny no deja de estar presente en una sociedad que, la mayor parte del tiempo, se aferra ciertamente a un mundo palpable. Y diría que es una característica sana si se entiende como una crítica al bla, bla, bla sin contenido, los castillos al aire, los excesos románticos y los gestos descabellados si duran siete segundos. Aunque está claro que si a eso se le llama prudencia, no siempre está ni ha estado, y que mucha gente lo asimila, ahora y siempre, a la falta de ambición y valentía. O, simplemente, es que no hay una sola personalidad —tampoco política— catalana, cada vez hay más, y eso hace imposible —o menos ambiciosos, o como se quiera decir— algunos consensos.

Decía Ferrater que la sensatez, el seny, que sería lo contrario del arrebato, la rauxa —menos presente, pero que cuando está ahí está, como sabemos— debe ir acompañado siempre de la distancia irónica. La ironía. Lo que, según Quim Monzó, no entendemos. Diría que los catalanes han —hemos— sabido gestionar mejor los excesos de seny que los de rauxa. Supongo que como todas las sociedades. Pero, percepciones al margen, al fin y al cabo, es hacia la sensatez hacia donde vuelve la política catalana, guste más o menos. Se le llame seny o se le llame Rodrigo. Si la ironía, la moderación y el seny son una apuesta honesta por la continuidad, ciertamente parece que políticamente estamos aquí. Sin embargo, no hay que perder de vista que, más de una vez, la rauxa ha servido para avanzar en esta continuidad. Y si no, ¿qué carajo es lo que ahora se quiere negociar con un mediador?