Una caloría es una unidad de energía que tienen tanto las proteínas como las grasas y los hidratos de carbono. A pesar de que hayan entrado en el club de las indeseables por los gordofóbicos, las calorías son el combustible indispensable para hacernos funcionar dentro de la rueda de hámster en la que vivimos, pero como todo en la viña del señor, algunas de estas unidades de energía son tan inútiles como peligrosas para la salud humana, con un problema añadido: suelen permanecer escondidas en aquellos productos de bonita apariencia pero tan inútiles desde una perspectiva nutricional que se llaman vacías.

Cuando llegué al centro de adicciones para recuperarme de mi alcoholismo y de otros amores hipotalámicos, a mi cuerpo le sobraban 13 kilogramos de calorías vacías. Una cosa típica de los adictos es buscar la satisfacción inmediata, y la grasa era el resultado de todo este desenfreno calórico inútil, que había desfigurado mi continente y me lo había vaciado de contenido.

La política de nueva generación sufre de obesidad mórbida por culpa de las calorías discursivas vacías. Y el resultado de esta falta de nutrientes es una casta política, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, que da miedo. No se trata de hacer comparaciones con el pasado. Si bien echamos de menos a ciertos estadistas de antaño por la magnitud de sus discursos y su capacidad discursiva, los políticos actuales no son un eslabón perdido. Más bien, son hijos de un sistema que ha hecho de la meritocracia el camino más corto entre la mediocridad y el poder. Con un poco de capacidad para maniobrar, habilidad de corcho y tres lecturas bien memorizadas, puedes acabar como Miquel Iceta, convertido en ministro de Cultura.

Miquel es una gota dentro de una lluvia torrencial. Ejemplos de vacuidad hay cada día, y uno es el lenguaje que se ha instalado en la vida cotidiana del chismorreo político. Se trata de una amalgama de frases hechas que no quieren decir nada pero que quedan bien. Como las calorías vacías. Frases como "lo tenemos sobre la mesa" o "estamos trabajando en ello" buscan tranquilizar al ciudadano, sin embargo, a mí, me suenan a la burocracia desesperante con que a nosotros, los imbéciles que votamos siempre, votamos según las circunstancias o no hemos votado nunca, nos hacen entrar en un agujero de gusano, una estructura hipotética asociada a un espacio-tiempo en que su topología es múltiplemente inconexa. Para decirlo en el lenguaje de Joaquín Sabina: “Más perdido que un torero al otro lado del telón de acero”.

Vivimos una época de calorías vacías políticas y los partidos noveles, aquellos que llegaron prometiendo implantar una nueva forma de hacer política, están engordando de manera preocupante por culpa de estas unidades energéticas inútiles

Que los políticos hacen cosas, lo sabe incluso Rajoy y gente como Alfonso Guerra, que hace treinta años que vive en la realidad paralela de los filibusteros.

"Lo tenemos sobre la mesa" es una moda dialéctica absurda. Tanto como si dijeran que "lo tenemos debajo la mesa". Entiendo que con estas frases quieran demostrar su preocupación por el ciudadano y que trabajan mucho y mucho para solucionar los problemas, pero sobre la mesa no se tiene ni la comida, porque, en general, decimos que "la comida está en la mesa". Lamentablemente, son frases que pasan a formar parte de la normalidad dialéctica, como se ha acabado incluyendo "a nivel de", una frase hecha que no se va ni con el disolvente de la inteligencia. Hace unos años escuché una tertulia radiofónica en que se abordaba la crisis de la industria pesquera, y uno de los participantes dijo: "A nivel de rape, la cosa pintaba mal". Si practicas el buceo, verás que todos los rapes forman una sola capa bajo el mar.

Otro ejemplo de calorías vacías políticas son los aplausos que regalan los diferentes grupos parlamentarios cuando uno de sus representantes hace una intervención más o menos lucida. Son unos aplausos que suenan como las risas enlatadas de las sitcoms, como si las ovaciones vinieran empaquetadas al vacío. Estos aplausos ya no premian, sino que reverencian y buscan un lugar en la retina del jefe de la manada. No llegan al nivel del estalinismo, donde quien no aplaudía los discursos del líder supremo acababa congelado en el gulag. En la democracia española, si caes en desgracia, no habrá ningún Instituto Cervantes o embajada donde puedas disfrutar del exilio.

El aplauso es gratuito, pero ha perdido la épica del instante. Da la impresión que si alguno de estos oradores "carismáticos" soltara un pedo al llegar a la tribuna del Congreso, lo aplaudirían como cuando Martin Luther King encendió las masas con el "I have a dream". Todo es como la vida, puro teatro.

Vivimos una época de calorías vacías políticas y los partidos noveles, aquellos que llegaron prometiendo implantar una nueva forma de hacer política, están engordando de manera preocupante por culpa de estas unidades energéticas inútiles. Cuando ves, por ejemplo, un congreso asambleario de los comunes o Sumar, los aplausos suenan tan enlatados como los de los partidos que criticaban cuando eran políticamente unos soñadores. Y con aquel toque de politburó tan nuestro: quien no aplaude a las lideresas Colau o Díaz con fervor, será borrado de la foto.